El sistema presidencial de Gobierno y el Estado de Derecho.

Dr. Michael Núñez Torres*.

 

I.- Introducción. Justificación metodológica. II.- Definición del sistema de Gobierno presidencial. III.- El Poder Ejecutivo y el principio de división de poderes (inicio). IV.- El Poder Ejecutivo y el principio de división de poderes (continuación). V.- El Poder Ejecutivo y el principio de división de poderes (fin). VI.- Sistema Presidencial y Estado de Derecho.

 

      I.- Introducción. Justificación metodológica:

 

La justificación de un sistema de Gobierno se encuentra sujeta a dos consideraciones: por su idoneidad para satisfacer los fines inmediatos que se esperan de él, o por su adecuación a los principios y valores que impregnan toda la forma estatal de la cual se está tratando. Estas dos explicaciones justificadoras muchas veces se encuentran en flagrante contraposición, aunque en ocasiones –las menos- están plenamente integradas. Desde la perspectiva del Derecho constitucional, el sistema de Gobierno deberá obedecer a la manera cómo se adecuan ambos criterios, de tal suerte que se puedan encarar las exigencias de la vida social sin apartarse de los principios constitutivos del Estado Constitucional [1] . Esta dualidad se explica, a su vez, por una tensión que siempre ha existido en la conformación del concepto de Constitución, ya que muchas veces se ha optado por definirlo atendiendo a sus caracteres materiales, y otras veces se ha hecho lo propio sólo tomando en cuenta las formas del sistema constitucional.

En otras palabras, la justificación del sistema de Gobierno va a depender de con cuál concepto de Constitución estemos operando, si con un concepto formal o con uno material. Lo anterior traerá, como es obvio, una consecuencia metodológica: o nos rendimos totalmente sumisos ante las evidencias del método empírico, o construimos castillos en el aire a través del método formalista. Empero, el neoconstitucionalismo del siglo XXI no debería compartir, ni ese pesimismo determinista típico del positivismo sociológico latinoamericano, ni esa actitud ilusa del formalismo jurídico -divorciada de la realidad- con la que también operaron muchos juristas en América Latina. Al contrario, creemos que la Sociología del Derecho permite cohonestar ambos métodos [2] , considerando a la Constitución como una construcción humana siempre perfectible, aunque los materiales sean extraídos de la vida social. Es decir, definiendo a la Constitución y consecuencialmente al sistema de Gobierno, tomando en cuenta que las instituciones jurídicas son al mismo tiempo factor y  producto social [3] .

 

Es el caso que el sistema de Gobierno nos muestra cómo están distribuidas las instituciones políticas que ejercen el Poder Público, cuáles son sus competencias y cómo interactúan. En un Estado Constitucional estos mecanismos de interacción se corresponden con el principio de división de poderes, al tiempo que las instituciones de Gobierno deben estar legitimadas democráticamente; además, siempre tienen el límite que les impone la supremacía constitucional, así como el de todos los valores y principios que la Constitución representa. Entre estos principios, uno de los que expresa más claramente la lógica del Poder en el constitucionalismo es la cláusula institucional denominada Estado de Derecho. Ésta significa el sometimiento del poder a la regla de Derecho, con lo cual deja clara su diferencia con el absolutismo, o con cualquier régimen de facto. De manera que podríamos decir que siempre ha habido Gobierno, pero lo que ha ido variando es la forma estatal a través de la cual actúa. Desde la antigüedad se está hablando de formas de Gobierno con categorías argumentativas axiológicas y ontológicas, donde se hacía hincapié en la forma cómo interactuaban las “formas de gobierno” –entendidas entonces como lo que hoy llamaríamos instituciones políticas- [4] . Recuérdese que la politeia era una manera de explicar la conformación de la ciudad o de la comunidad, es decir, el modo de describir las formas pre-estatales. En cambio, la cláusula Estado de Derecho es un concepto liberal (aunque beneficiaria de toda una evolución conceptual de la Teoría del Estado que no viene al caso comentar aquí), que explica la legitimidad en la limitación del Poder, y en especial del Ejecutivo, a través de la ley entendida como acto contentivo de la voluntad general dentro del complejo institucional denominado Estado.

 

En un Estado Constitucional, la lógica del Poder debe estar sometida, más que nunca, al principio del Estado de Derecho. En primer lugar porque el concepto de Estado de Derecho es más completo en el neoconstitucionalismo, para lo cual basta con que veamos la fórmula con la cual lo encontramos expresado en la mayoría de los textos constitucionales: Estado Social y Democrático de Derecho. En segundo lugar, porque las instituciones políticas tienen toda una morfología avalada por la vida social, económica, cultural –aquí incluimos todos los aspectos históricos, sociológicos y hasta antropológicos- que demuestra el peso que tiene la Constitución material, con lo cual, el Estado de Derecho surge como la forma que utiliza la sociedad para ajustar su aparato institucional a través de la Constitución formal. Dicho de otra manera, para que las instituciones se circunscriban a los principios y valores constitucionales, éstos deben ser susceptibles de ser racionalizadas a través de su construcción jurídica. Todo sin que el legislador olvide que tiene que tomar en cuenta la realidad que la ingeniería constitucional nos demuestra con respecto de la institución. No podemos olvidar lo que nos dice Maurice Hauriou: El verdadero elemento objetivo del sistema jurídico es la institución [5] .

 

Luego de la anterior reseña metodológica, queremos ver si el sistema presidencial es acorde con las exigencias del Estado de Derecho. Justificar la conveniencia de un sistema de Gobierno, como es el sistema presidencial, exige que veamos su idoneidad para cumplir con los fines inmediatos que le va exigiendo la sociedad. Pero, si además queremos comprobar si ese sistema presidencial es acorde al neoconstitucionalismo, tendremos que partir de si está diseñado conforme al Estado de Derecho; esto es, que la actuación de todo el sistema presidencial sea de acuerdo al ordenamiento jurídico. De modo que, tendremos un buen sistema de Gobierno sí se corresponde con la realidad social pero siempre a través de un estricto diseño formal. Justamente, esto es lo que trataremos de argumentar en las próximas líneas.

 

II.- Definición del sistema de Gobierno presidencial:

 

Siempre que queremos justificar, defender o por el contrario, criticar un sistema institucional, debemos partir de un concepto mínimo para saber a qué nos estamos refiriendo. En nuestro caso podríamos definir al sistema presidencial desde varios ángulos de apreciación. Sin embargo, siguiendo nuestro hilo conductor vamos a definir el sistema de gobierno por la relación que existe entre los poderes Legislativo y Ejecutivo. De esta manera, el sistema presidencial es aquél en el cual el Jefe de Gobierno –que también es Jefe de Estado- mantiene una relación de independencia acentuada con el Poder Legislativo, en razón de la legitimidad democrática directa que ambas instituciones políticas presentan. Bien dice Loewenstein que la relación entre el legislativo y el ejecutivo –sea de coordinación o en subordinación- son la esencia de la forma de Gobierno [6] . Por supuesto que hay muchas otras formas de definir este sistema, empero, lo que signa la diferencia entre un sistema presidencial y uno parlamentario es, sin lugar a dudas, el juego político del que hablaba Smend [7] .

 

Por tanto, hemos tomado en cuenta para esta definición dos consideraciones que se encuentran necesariamente conectadas: en primer lugar, la relación existente entre el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo al momento de ejercer sus facultades constitucionales, es decir, la forma cómo el principio de división de poderes opera cuando el Gobierno y el Congreso o Asamblea actúan; y en segundo lugar, las legitimidades con las que estos poderes se presentan al denominado “juego político”. Por esto consideramos que Duverger sólo tiene parcialmente razón cuando nos dice: Ni la designación del Jefe de Gobierno, ni su independencia con relación al Parlamento, ni la duración fija de su mandato distinguen al Presidente americano de los Primeros Ministros europeos. La distinción fundamental se centra ahora en la independencia de las Asambleas con relación a ellos [8] . Ciertamente, la relación de independencia que el Poder Legislativo pueda tener con respecto del Ejecutivo es lo más importante para poder definir a un sistema como presidencial o parlamentario, pero, es precisamente por eso, que la legitimidad que estos poderes tienen es fundamental a estos efectos, y ello se hace patente sobre todo en la designación del Jefe de Gobierno. Basta observar que ciertas instituciones y algunas facultades que aparentemente son clásicas de los sistemas parlamentarios, como podrían ser los consejos de ministros o la legislación delegada, aparecen como instituciones plenamente reconocidas en varios de los sistemas presidenciales de América Latina; de la misma forma que en distintos sistemas parlamentarios europeos aparecen instituciones que se pensaban como exclusivas del sistema presidencial, tales como el principio que establece que el Poder Ejecutivo es el factor rector en el juego político [9] . Sin contar las relaciones que son comunes a la lógica de ambos sistemas, como sería el caso de las instituciones jurídicas de control político que el Poder Legislativo utiliza para incidir –bien limitando o bien coadyuvando- sobre el ejercicio de la función ejecutiva llevada a cabo por el Gobierno.

 

Entonces, si la tendencia es a que ambos sistemas de Gobierno se acerquen cada vez más ¿Qué es lo que diferencia realmente a un sistema presidencial de uno parlamentario? La respuesta es esa relación de confianza, con su correspondiente relación de responsabilidad en sentido estricto [10] , que existe entre el Parlamento y el Gobierno, y que repetimos, se hace patente en la designación del Jefe de Gobierno. Esto es realmente lo más significativo, con lo cual, no importa qué instituciones de Derecho comparado se adopten, siempre podremos definir a un sistema dependiendo de ese binomio confianza-responsabilidad y esto está directamente relacionado a la forma cómo los poderes en cuestión obtienen sus legitimidades. De esta manera, en el sistema presidencial tanto el Presidente de la República como el Congreso o Asamblea tienen una legitimación democrática directa, mientras que en el sistema parlamentario sólo el Poder Legislativo la tiene, lo que permite que pueda insuflarle esa confianza al Gobierno a través de su respaldo al respectivo programa gubernamental. De allí que las instituciones jurídicas de la moción de censura y la cuestión de confianza sean típicas del sistema parlamentario, siempre y cuando expresen esta relación confianza-responsabilidad, esto es, que no se deben entender como instituciones jurídicas exclusivas del sistema parlamentario en sí mismas.

 

Vamos a tomar un ejemplo que nos resulta muy ilustrativo. Se trata del caso venezolano: en la Constitución de 1961 se estableció la figura de la moción de censura, en virtud de la cual el Poder Legislativo podía exigirle la responsabilidad política –en sentido estricto- a cualquier ministro del Ejecutivo, lo que podía acarrear hasta la remoción del funcionario objeto de la moción [11] . Con la nueva Constitución venezolana de 1999 –llamada la Bolivariana- se mantuvo la figura jurídica, sólo que esta vez la facultad la tiene la Asamblea Nacional y la moción de censura puede recaer también sobre el Vicepresidente Ejecutivo, todo esto a tenor del artículo 187.10 del Texto Constitucional de 1999 [12] . Ahora bien, hemos dicho que lo característico del sistema de Gobierno es la relación de confianza y responsabilidad, que se traduce de la siguiente manera: la institución política responde ante quien legitima a los funcionarios que la integran. En el sistema parlamentario la confianza la otorga el Parlamento al Gobierno, mientras que en el sistema presidencial, por cuanto el Presidente de la República tiene una legitimidad democrática directa obtenida mediante su elección en un sufragio, éste no debería requerir esa confianza por parte del Poder Legislativo [13] .

 

Sin embargo, en el caso de los ministros del gabinete ejecutivo, que son responsables frente al Presidente de la República al ser cargos de libre remoción, éstos sí podrían ser removidos por el Poder Legislativo sin que por ello se deba entender trastocado el principio de división de poderes. Se trataría simplemente de una facultad otorgada por el constituyente al Poder Legislativo con el ánimo de que colabore, a través de una figura de mero control político, en la conformación de los miembros del Poder Ejecutivo. Y es que la votación a la cual acude el pueblo se hace para la elección del Presidente de la República, y por eso él es el que tiene la legitimidad democrática directa. Los ministros por ser órganos constitucionales tienen una legitimidad democrática institucional, pero las personas que ejercen el ministerio no, ya que son sólo cargos de confianza del Presidente. Por su parte, lo propio ocurriría en aquellos sistemas parlamentarios de Gobierno del tipo racionalizado –también llamado sistema de Gobierno de canciller- donde el Jefe de Gobierno recibe la confianza del Parlamento pero sus ministros son de su libre remoción, de tal suerte que la moción de censura y la cuestión de confianza se ejercen sobre el jefe de Gobierno y no sobre sus ministros [14] .

 

Entonces, la moción de censura se debería entender en el caso del sistema presidencial venezolano, como un ejemplo de control político del Poder Legislativo al Poder Ejecutivo, y en el caso del sistema parlamentario, como la expresión de esa relación fiduciaria entre Gobierno y Parlamento. En el primer caso la responsabilidad del Poder Ejecutivo es entendida en sentido amplio, y en el segundo, en sentido estricto. Otra cosa muy distinta es la situación que se plantea, cuando la Constitución venezolana de 1999 permite que el Presidente de la República pueda disolver la Asamblea Nacional (artículo 236.21 de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela); el supuesto está establecido en el primer aparte del artículo 240 de la CRBV, el cual reza así:

 

La remoción del Vicepresidente Ejecutivo o Vicepresidenta Ejecutiva en tres oportunidades dentro de un mismo período constitucional, como consecuencia de la aprobación de mociones de censura, faculta al Presidente o Presidenta de la República para disolver la Asamblea Nacional. El decreto de disolución conlleva la convocatoria de elecciones para una nueva legislatura dentro de los sesenta días siguientes a su disolución. La Asamblea no podrá ser disuelta en el último año de su período constitucional.

 

Esta posibilidad del Poder Ejecutivo de disolver el Parlamento tiene una lógica dentro del sistema parlamentario evidente, ya que si el Gobierno no puede llevar adelante una determinada política, el Ejecutivo disuelve la Cámara y traslada al pueblo la facultad de dirimir la controversia a través de elecciones anticipadas. De estos comicios puede resultar que se dé otra conformación del Parlamento, con lo cual cabe la posibilidad de que surja otro Gobierno distinto del que disolvió las Cámaras, por lo tanto, todo sigue dentro de la lógica del sistema. En cambio, el diseño del sistema presidencial venezolano, sí incide negativamente en el principio de división de poderes, porque el adelanto de elecciones por más que cambie o mantenga la configuración política de la Asamblea Nacional que censuró al Vicepresidente Ejecutivo, nunca acarreará la dimisión del Presidente de la República. De modo que, en el caso venezolano se ha establecido una institución jurídica que no era transferible, porque sólo tiene razón de ser dentro de un sistema parlamentario, con lo cual, el constituyente sólo creó una suerte de instrumento de amenaza en contra de la Asamblea Nacional, disminuyéndola institucionalmente frente al Poder Ejecutivo. No nos cabe la menor duda de que en este caso se constata claramente una merma del principio de división de poderes. Es claro que la Constitución venezolana de 1999 diseñó un Poder Ejecutivo sumamente fuerte [15] , que nada tiene que ver con el sistema de control institucional existente bajo el amparo de la Constitución de 1961.

 

III.- El Poder Ejecutivo y el principio de división de poderes (inicio):

 

Ya cuando nos queda claro qué define a un sistema como presidencial podemos analizar la institución política del Poder Ejecutivo, prescindiendo de si se encuentra dentro de un sistema presidencial o parlamentario. Los distintos poderes, entendidos como complejos institucionales, que conforman el sistema de Gobierno, tanto en el sistema presidencial como en el sistema parlamentario, son básicamente los mismos. Sólo cambia su posición dentro del juego político.

 

Cuando Platón, Aristóteles, Polibio o Santo Tomás de Aquino hablaban de la Constitución mixta, establecían una relación entre instituciones políticas que ellos denominan magistraturas o formas de Gobierno; éstas eran la monarquía, la aristocracia y la democracia. Esta Constitución mixta pretendía solucionar el problema de la legitimidad e idoneidad en el ejercicio de las funciones para alcanzar la felicidad o el bien común, a través de la relación entre las distintas formas de Gobierno, sin que ninguna de ellas pudiese ser sobrepasada por las otras [16] . Estas formas de Gobierno tenían una legitimidad disímil en tanto las personas que las conformaban accedían a ellas a través de mecanismos, requisitos y justificaciones diferentes; sin embargo, todas tenían la legitimidad institucional que aparece cuando las instituciones políticas están concebidas para alcanzar un fin y desarrollan su actividad en ese sentido [17] . Tomando en cuenta este contexto, la forma de gobierno monárquico –siempre entendido institucionalmente- correspondería a nuestro actual Poder Ejecutivo. El Rey como poder se legitimaba en la capacidad que tenía para tomar decisiones y lograr garantizar la vida social, con lo cual se fundaba en una característica institucional: su capacidad ejecutoria.

 

Así, en la División de Poderes de la República Romana, descrita por Polibio en el siglo II a.C., los cónsules representaban el régimen monárquico; y sus facultades, además de dirigir la guerra, se circunscribían, en palabras del historiador griego, a la deliberación sobre asuntos urgentes, en caso de presentarse, y son ellos los que lo ejecutan íntegramente en los decretos. Igualmente, las cuestiones concernientes a tareas del estado que hayan de ser tratadas por el pueblo, corresponde a los cónsules atenderlas, convocar cada vez la asamblea, presentar las proposiciones y ejecutar los decretos votados por la mayoría [18] . Con lo cual se dejaba claro que la capacidad de decisión recaía en la asamblea (régimen democrático) y en los cónsules (régimen monárquico), pero la ejecutividad sólo la tenían éstos últimos, ya que poseían la capacidad institucional para llevar a cabo las decisiones.

 

Precisamente, esta ejecutividad es la que hace al Poder Ejecutivo, que en las Edades Antigua, Media, Moderna y hasta Contemporánea se encontraba personalizado en el Rey, la institución política por antonomasia. No obstante, su fuerza puede suponer una propiedad positiva o negativa. Recordemos a Santo Tomás de Aquino cuando dice que como la Monarquía es lo mejor, el régimen de un tirano es lo peor [19] . Lo anterior se explica en razón del concepto de Constitución de los antiguos y los medievales, el cual, ya hemos dicho que se formaba más con criterios materiales que formales. Esto conllevaba a que, por encima de las diferencias que pudiesen existir entre los antiguos y los medievales, éstos coincidieran en la idea de que la Constitución mixta exigía el reconocimiento de unos poderes con legitimidades y facultades distintas y siempre limitadas.

 

Al igual que Aristóteles, Santo Tomás se preocupa por cuál es la mejor forma de Gobierno, y aunque se inclina por la Monarquía, comprende que ésta siempre ha de recibir su poder de la comunidad, estando limitada en su ejercicio por el Derecho Natural. Así las cosas, la monarquía de Santo Tomás de Aquino es siempre limitada, quedando la soberanía como un presupuesto de la Constitución de la Edad Moderna que ha perdurado hasta nuestros días [20] . No se equivocaba Otto von Gierke cuando observó que en la Edad Media, con los defensores de la soberanía popular como límite del poder –especialmente Marsilio de Padua-, podíamos encontrar la semilla del principio de división de los poderes legislativo y ejecutivo, de inagotable fertilidad para el desarrollo de la idea de Estado de Derecho [21] .

 

Es en el Renacimiento cuando Maquiavelo va a definir al Estado como un poder libre de sujeciones axiológicas [22] . De manera que la búsqueda por ver quién era el “soberano” implicaba saber quién podía legislar sin límites y sustrayéndose de sus propios mandatos. Así, con el monopolio del Poder se justifica el Estado Absoluto. Basta con citar la visión contractual de Estado que encontramos en el “Leviatán” de Thomas Hobbes, que en este punto es paradigmático: Se dice que un Estado ha sido “instituido” cuando una multitud de hombres establece un “convenio entre todos y cada uno de sus miembros”, según el cual se le da a un hombre o, a una asamblea de hombres, por mayoría, el derecho de personificar a todos, es decir de “representarlos”. Cada individuo de esa multitud, tanto el que haya “votado a favor”, como el que haya “votado en contra” autorizará, todas las acciones y juicios de ese hombre o asamblea de hombres, igual que si se tratara de los suyos propios, a fin de vivir pacíficamente en comunidad, y de encontrar protección contra otros hombres [23] .

 

Se confirma así, el reconocimiento teórico de la soberanía estatal y por consiguiente la negación del principio de división de poderes, toda vez que según Hobbes, el Poder del Estado -al cual los hombres le daban ese derecho a representarlos- lo podía todo, sin que se tuviese que aceptar una verdadera limitación. Evidentemente, aunque Hobbes admite que podría ser una asamblea de hombres la que gozara de esa legitimación, era claro que al constituir el Rey la institución política más poderosa fuese la que a la postre aprovechara mejor la idea de poder absoluto [24] . Por eso, la idea de Hobbes debe ser tomada como una justificación del Estado absoluto con el fin de mantener la seguridad aún a costa de la libertad. En este sentido, las palabras de Crossmann son contundentes: El Leviatán es el primer ataque democrático que sufrió la democracia [25] . Es en contra de este absolutismo, expresado en el poder omnímodo del Rey, que se va a pronunciar el pensamiento liberal del siglo XVIII.

 

IV.- El Poder Ejecutivo y el principio de división de poderes (continuación):

 

¿Hacia donde gira el pensamiento liberal? Precisamente a impedir que existan poderes ilimitados dentro del Estado, con lo cual se va a regresar a la idea de Constitución mixta, esta vez claramente expresada en el principio de división de poderes. Esto se aprecia fácilmente en el caso inglés, donde la Revolución Gloriosa en el siglo XVII no supuso el fin de la Monarquía, sino que, al contrario, significó su ratificación como poder justificado por el common law y limitado por la soberanía parlamentaria. Ciertamente, la idea de que el Parlamento era soberano parecía tirar al traste las ideas del Juez Coke acerca de la superioridad del common law; sin embargo, bien decía Jean Lois De Lolme que en Inglaterra, más allá de las importantes precauciones que la Ley establecía, la libertad y seguridad del vasallo se aseguraban realmente a través de la ejecución que se hacía de ésta [26] .

 

Cuando Locke explica su división de poderes dice claramente que el Poder Legislativo es aquél que tiene el derecho de dirigir la fuerza de la República hacia la preservación de la comunidad y la de cada uno de sus miembros [27] . No obstante, cuando habla del Poder Federativo (poder exterior) lo sustrae de la dependencia de las normas generales y abstractas que expide el Poder Legislativo, ya que aquél requería de una capacidad ejecutiva para emprender las tareas de la política exterior. Es decir, que si por la legitimidad democrática quien preserva la República es el Poder Legislativo, una vez que ésta estaba garantizada, los fines específicos signaban, según la morfología de cada institución política, la legitimidad institucional de todos los poderes.

 

De igual manera, Montesquieu acuña el diseño de división de poderes que hoy se sigue en prácticamente todos los países donde impera un Estado Constitucional: Poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial. El mismo supone un sistema de control del poder por el poder a través de la participación de unos en las funciones de los otros, bien con actos que estatuyan o bien con actos que impidan dichas funciones. Pero, aquí Montesquieu, luego de que ha garantizado que no existen poderes ilimitados y reconocido la superioridad del Poder Legislativo como garante de la libertad, vuelve a confiar en el principio monárquico desde un punto de vista institucional cuando dice que el poder ejecutivo debe estar en manos de un monarca, porque esta parte del Gobierno, que necesita siempre de una acción rápida, está mejor administrada por una sola persona que por varias; al contrario, las cosas concernientes al Poder legislativo se ordenan mejor por varios que por uno sólo [28] . Montesquieu vuelve a tomar en consideración las funciones y la morfología institucional para decidir qué institución política responde más a las demandas de la vida política y social.

El caso de Rousseau es muy sugerente. El ginebrino proclamó el principio democrático como forma de legitimar el poder en sí. Parece regresar a la idea de soberanía como poder ilimitado, sólo que ésta vez el soberano va a ser un ente colectivo, por lo cual llama voluntad general al ejercicio de la soberanía, constituyéndose de esta manera como el paladín liberal del principio democrático, al cual, irónicamente, los propios liberales individualistas le terminan por temer [29] . Sin embargo, es claro que Rousseau no dejo de lado la legitimidad institucional cuando admitía: el gobierno democrático conviene a los pequeños Estados, el aristocrático a los medianos y la monarquía a los grandes [30] . Esto significa que la monarquía es, según nuestro autor, propicia a los estados grandes; pero no por la legitimidad dinástica de quien accede a la Corona, ya que nuestro autor ha dejado claro que apuesta por la democrática, sino por las características intrínsecas de esta institución política: la ejecutividad necesaria para poder enfrentar una realidad más compleja.

 

Más sugestivo todavía es el caso de la Constitución estadounidense. La idea de una Constitución escrita, estatuida a través de un pacto democrático fundamental, terminó por imponerse en Estados Unidos. Es bien sabido por todos que la Constitución de Filadelfia de 1776 marca el comienzo del constitucionalismo moderno. De igual forma es conocido el peso que sobre ella tuvo el pensamiento liberal. Esto se evidencia del principio de supremacía constitucional, que se desprende primero de los trabajos de los founding fathers, para luego confirmarse con la audaz jurisprudencia de la Suprema Corte de Justicia surgida desde comienzos del siglo XIX. Pero, también es revelador de esa influencia liberal, el hecho de que se haya establecido un diseño institucional conforme al principio de división de poderes, siguiendo así, las lecciones de Locke y Montesquieu. Justamente, cuando Estados Unidos consagra el principio de división de poderes, los colonos están pensando en el diseño institucional que dejaron atrás en la Inglaterra de la Monarquía limitada, cuando sus antepasados habían comenzado a llegar a América, en el cual el Rey era titular del Poder Ejecutivo y el Parlamento lo era del Poder Legislativo, y en donde el Consejo Privado del Rey todavía no había evolucionado para convertirse en el Gabinete del sistema parlamentario [31] .

 

En este orden de ideas, los founding fathers creen que es importante que el Presidente sea un hombre virtuoso porque conocen que esta institución política de la presidencia es sensible al potencial mal ejercicio que se pueda hacer de sus funciones. Por eso, en “El Federalista”, Hamilton dice: podemos afirmar sin temor a equivocarnos que la verdadera prueba de un buen Gobierno es su aptitud y tendencia a producir una buena Administración [32] . Y luego sostiene más adelante que al definir un buen Gobierno, uno de los elementos salientes debe ser la energía por parte del Ejecutivo [33] . En otras palabras, el Poder Ejecutivo tiene un fin –buena administración- y en este sentido requiere de una capacidad ejecutoria, pero todo sujeto siempre a la Constitución y las leyes.

 

Siguiendo con el ejemplo estadounidense. Aquí, el sistema presidencial estuvo centrado, durante la mayor parte del siglo XIX, en el Congreso y se justificaba en razón de un Estado de patrocinio que llevó al Presidente de la Nación a un segundo plano dentro del juego político. Ya en el siglo XX, a partir del Gobierno de Rooselvelt y su “New Deal”, el Presidente pasó a ser la institución política central de todo el sistema de pesos y contrapesos que implica la división de poderes; lo cual supuso, en palabras de Lowi, una revolución institucional [34] . El mismo Lowi recuerda que por una parte el Congreso delegó “poderes” al Presidente para que éste pudiera resolver la gran depresión de la década de los años treinta, a pesar de la oposición mantenida por la Suprema Corte que sólo al final aceptó el viraje institucional [35] . Y por otra parte, la legitimidad del sistema político, que se basaba en la “representación”, tuvo que aceptar también el nuevo criterio: la “prestación de servicios”, que es igual a decir que se regresaba a la idea clásica del “Buen Gobierno” [36] .  Nuevamente, en este caso el Estado de Bienestar aparece como una cláusula institucional que justifica la morfología y las funciones del Poder Ejecutivo. El Congreso destaca por su capacidad de deliberar, el Presidente por su ejecutividad, y el sistema de Gobierno por la posibilidad de que en virtud del juego político se puedan acometer los fines del Estado Constitucional.

 

V.- El Poder Ejecutivo y el principio de división de poderes (fin):

 

En el caso de Latinoamérica, el diseño constitucional sigue siendo mayoritariamente presidencialista pero falla la operatividad del principio de división de poderes. Las causas no sólo son jurídicas, sino que responden a explicaciones históricas, políticas y hasta sociológicas. En la descripción del constitucionalismo latinoamericano que va desde la independencia de España en el siglo XIX hasta prácticamente la mitad del siglo XX, encontramos la Constitución formal, que evidencia la influencia de la Constitución estadounidense y del pensamiento liberal de la ilustración en los procesos constituyentes, al tiempo que en la Constitución material, nos enfrentamos con instituciones coloniales (el Virrey o el Capitán General), fenómenos socio-económicos (sistemas rurales semejantes a una suerte de estado feudal) y fenómenos políticos (el caudillismo [37] ); todo lo cual supone un problema en la operatividad del sistema institucional de Gobierno. En este punto, el profesor Diego Valadés puso de manifiesto una serie de causas que en su opinión explican las características autoritarias del sistema presidencial decimonónico latinoamericano; entre las más importantes señalaba: tradición indígena, afirmación del Poder nacional, las tendencias federalistas y centralistas, poder de la Iglesia, incultura política e inestabilidad institucional [38] . Pero, es esta última, la inexistencia de instituciones sólidas, la que implica la causa de que el sistema presidencial no haya sido verdaderamente conforme al Estado de Derecho. La actuación del Poder Ejecutivo dentro de un Estado de Derecho se hace a través de instituciones, y no de caudillos ni por tensiones ideológicas o políticas.

 

El Libertador se nos presenta en este punto con un claro enfoque liberal, puesto que apela a la libertad de los ciudadanos como límite al Poder, y en el diseño institucional que propone proclama la división de poderes con un Ejecutivo fuerte pero controlado [39] . Coincidimos con el profesor Caldera cuando encuentra en el pensamiento de Bolívar -como en el de Andrés Bello- la influencia aristotélica-tomista evidenciada en su idea de un Gobierno mixto [40] , y en este sentido, el Libertador confía en que las instituciones tomen en cuenta la realidad para alcanzar la felicidad social [41] . La claridad del pensamiento de Bolívar no sería suficiente para solventar el problema que implicaban, por un lado, los liberales que querían importar textos legales foráneos sin ninguna posibilidad de aplicación en la vida social, y por el otro, los caudillos cuya legitimidad se fundaba en su fuerza y carisma al tiempo que se alejaba de la razón.

 

Si en la Europa decimonónica de la restauración, el dilema estribó en ver quien tenía la legitimidad para ser soberano entre el Rey y la Nación; en Hispanoamérica el debate fue entre el Idealismo dogmático expresado en una suerte de formalismo y el realismo autoritario que a su vez se afirmaba con tinte plebiscitario. Si quisiésemos utilizar la terminología de Max Webber, diríamos que mientras en Europa continental la legitimidad racional se enfrentaba a la histórico-tradicional, en Hispanoamérica la lucha era en contra de la legitimidad carismática. Y es claro que sólo la legitimidad racional puede servir de soporte a un verdadero Estado Constitucional, que a pesar de que requiere atender factores históricos y sociológicos, éstos siempre tienen que ser susceptibles de ser racionalizados en la Constitución [42] .

 

Ahora en el siglo XXI, en el caso de estos países que están tratando de consolidar sus regímenes democráticos, la adopción de instituciones de control típicas del sistema parlamentario ha tenido distintos resultados según haya sido el grado de institucionalización del sistema de Gobierno dentro del ordenamiento constitucional que queramos estudiar. Pero, aquí volvemos a los diseños en razón de la idoneidad institucional para hacer frente a las necesidades que se desprenden de la Constitución económica y social. Por ejemplo, Quintero apunta muy bien la tendencia a restringir constitucionalmente la iniciativa parlamentaria, en lo que se refiere al presupuesto y en general a los temas económicos, recordándonos que la actitud prevaleciente a este respecto es la de que el Parlamento debe cumplir una función contralora, fiscalizadora [43] .

 

Definitivamente, la constante que encontramos en esta dogmática constitucional es la necesidad de una interpretación institucional del sistema. En la división de poderes que traza Maurice Hauriou, establece un Poder de asentimiento, a través de la institución de democracia directa conocida por todos: el sufragio; y luego explica el Poder de decisión a través de dos poderes: el Ejecutivo y el Deliberativo (éste último en la división de poderes clásica sería el Legislativo). Y partiendo de este diseño, Hauriou sostiene que si la esencia de una decisión consiste en que ésta sea ejecutoria, el primero de los poderes es aquél que tiene la virtud de hacer ejecutoria sus decisiones [44] . Podríamos concluir enumerando las dos exigencias del principio de división de poderes: en primer lugar, que no se verifiquen ningún poder ilimitado. Esto lleva al establecimiento de controles, dentro de los cuales el Poder Legislativo tiene la preeminencia en tanto que logra, como ningún otro poder, manifestar la “voluntad general” que resulta de la decisión mayoritaria frente a la minoritaria, a través del ordenamiento jurídico. En segundo lugar, que los poderes tengan la morfología institucional para llevar a cabo la dirección política y así acometer los fines inmediatos, que en la actualidad se deducen de la cláusula institucional Estado Social. En este caso, lo que opera es la colaboración de poderes, y no cabe duda de que el Poder Ejecutivo, con su Administración Pública, tiene la preeminencia institucional para asumir esta función [45] .

VI.- Sistema Presidencial y Estado de Derecho:

 

Llegados a este punto, ya nos queda clara la morfología institucional que presenta el Poder Ejecutivo, y la limitación a la cual se le debería someter cuando va a realizar sus funciones, en razón del principio de división de poderes y dentro del sistema de Gobierno, ya sea éste presidencial o parlamentario. Ahora nos toca responder al siguiente cuestionamiento: si la cláusula institucional “Estado Social” supone la legitimidad de ejercicio del Poder Ejecutivo ¿cómo lograr que dicho ejercicio sea de forma controlada y democrática? La respuesta está en el principio de supremacía constitucional, y específicamente en las otras dos cláusulas institucionales del Estado Constitucional, a saber: “Estado de Derecho” y “Estado Democrático”. El hecho de que la legitimidad de ejercicio del Poder Ejecutivo se vea plasmada en la solución de las exigencias del Estado Social, no quiere decir que no se encuentre obligado por las otras dos cláusulas. De la misma forma que el Poder Legislativo no es ajeno a la cláusula del Estado Social, por más que su legitimidad de ejercicio se expresa mejor dentro de la cláusula democrática. Asimismo, la cláusula “Estado de Derecho”, aunque encuentra en el Poder Judicial su complejo institucional por antonomasia, obliga tanto al Poder Ejecutivo como al Legislativo, de tal suerte que podríamos decir que todos los poderes, al momento de cumplir sus funciones, deben ser “boca de la ley”, eso sí, superado el concepto puramente voluntarista de ésta.

 

Así pues, la cláusula “Estado de Derecho” va a suponer que todo el complejo institucional sea conforme a las reglas del Derecho, las cuales integran el ordenamiento jurídico porque forman parte de una estructura superior –El Estado Constitucional- y deberían expresar la realidad social que regulan, la voluntad democrática para cambiarla, y los valores y principios a los que se someten. En este sentido, el Estado de Derecho conlleva el imperio de la ley que racionaliza todo el complejo institucional [46] , muy especialmente al sistema de Gobierno. La génesis del Estado de Derecho se justificó para escapar del absolutismo y la arbitrariedad de otras formas estatales; entonces, si la cláusula “Estado social” explica la energía institucional del Poder Ejecutivo, la cláusula “Estado de Derecho” la racionaliza y limita. La única forma en que el Estado Constitucional puede hacer frente al desmontaje de la Constitución normativa del cual nos advirtió certeramente W. Kägi [47] , es obligando al Gobierno –ya sea presidencial o parlamentario- a ejercer las facultades constitucionales con estricto apego al fin por el cual le fueron concedidas y siempre bajo el control de los demás poderes, esto es, el control político del Poder Legislativo y el control jurisdiccional del Poder Judicial.

 

Las palabras del profesor Javier Pérez Royo en este punto son muy ilustrativas: De ahí que la Constitución, al referirse al Gobierno sólo pueda hacer dos cosas: afirmar políticamente su presencia y debilitar jurídicamente su posición [48] . De manera que, si la posición del Gobierno no está sometida al Imperio de la Ley, más allá del tipo de sistema gubernamental –que evidentemente es importante-, el problema con el que nos encontramos es que no existe realmente un Estado Constitucional. Dicho de otra forma, si la Constitución es nominal –utilizando la conocidísima expresión de Loewenstein- no importa qué diseño presente el sistema de Gobierno, la falla estará en el propio aparato estatal.

 

Vamos a los ejemplos: El caso alemán es muy interesante, ya que durante la restauración del siglo XIX la doctrina germana fue delineando su idea de Estado de Derecho dentro de su Monarquía Constitucional. Así, la Constitución del Imperio de 1871 presentaba un diseño que se acercaba al del sistema parlamentario; se trataba de una federación cuyo Jefe de Estado era el Kaiser, quien delegaba la función de Gobierno a un Canciller que él mismo nombraba y que sólo le respondía a él; luego estaba un Parlamento formado por una Cámara Alta (Bundesrat) y una Cámara Baja o Dieta (Reichstag). La historia iba por otros derroteros. El llamado Canciller de hierro, Otto Karl von Bismark, fue designado por el Kaiser Guillermo I para que impusiera su voluntad a la Dieta. Sin embargo, dado que la Dieta no tenía facultades serias de control sobre el Canciller, podríamos decir que no se verificaba el principio de división de poderes siendo que éste es un requisito fundamental del Estado constitucional. Pero lo cierto es que la actitud autoritaria y la visión imperialista prusiana fueron las que impidieron que la Constitución se aplicara, aquí el sistema parlamentario poco tiene que ver en el fracaso por implantar un verdadero Estado Constitucional. Incluso, si vemos la Constitución de Weimar de 1919, con su diseño parlamentario esta vez mucho más acorde con lo que el neoconstitucionalismo entiende por Estado Constitucional, encontraremos que fue bajo este esquema que Hitler consiguió que el partido NAZI obtuviera una representación en la Dieta que pasó de 12 diputados en 1928 a 107 en 1930, con lo cual logró que se aprobara la Ley de Plenos Poderes que hizo desaparecer la dualidad del Ejecutivo típica del sistema Parlamentario, y que lo llevo a ser al mismo tiempo Jefe de Estado y de Gobierno con el nombre de Reichsfüher. En estos casos se aclara que cuando el autoritarismo pasa por encima del las instituciones jurídicas y políticas, no se necesita tener un sistema presidencial, puesto que con el Parlamentario también se pueden cometer las mismas trasgresiones al orden constitucional.

 

Otros ejemplos, pero esta vez de sistemas presidenciales, son los casos mexicano y venezolano. En el primer caso, la Constitución de Querétaro de 1917 estableció un sistema presidencial siguiendo con la tradición constitucional latinoamericana, pero sin ninguna concesión a instituciones del sistema parlamentario. Se trata de un sistema presidencial con un imponente catálogo de facultades para el Presidente de la República, las cuales se venían consolidando a través de las sucesivas reformas que durante décadas se le fueron haciendo al Texto original. Explica el maestro Fix-Zamudio, que además del aumento sostenido de estas facultades en los distintos textos constitucionales a lo largo de la historia mexicana, se deben añadir factores de carácter social, político, económico e inclusive psicológico [49] . Así, si se admite, como lo hace el profesor Carpizo, que el Presidente mexicano tenía facultades metaconstitucionales [50] , antes que atacar el diseño del sistema presidencial –que es muy importante- se debe verificar si realmente estábamos hablando de un Estado Constitucional, y en este particular, insistimos, no podría serlo si no está vigente el principio de supremacía constitucional y el principio de división de poderes. Para apoyar lo anterior, nos basta citar al maestro Raúl González Schmall cuando dice: El presidencialismo no se originó en la Constitución de 1917 sino en los vicios del sistema político que medró al amparo de aquél. Los constituyentes de Querétaro acertaron al percibir la necesidad de un ejecutivo fuerte, con amplias facultades, pero acotadas en la Constitución; como facultades amplias y suficientes se le otorgaron a los otros dos poderes [51] .

Ahora bien, cuando por las sucesivas reformas políticas que se fueron dando en México, los principios de supremacía constitucional y de división de poderes se fueron fortaleciendo, y se comenzó a hablar de transición democrática, la consecuencia no se hizo esperar: El Presidente de la República comenzó a perder su posición central dentro del sistema político, y las demás instituciones políticas, a su vez, comenzaron a fortalecer su posición. Muy especialmente la Suprema Corte de Justicia de la Nación que asumió una posición preponderante conforme a la que debe tener si se está dentro de un Estado Constitucional [52] . Así, el profesor Carpizo explica muy bien cómo han cambiado los factores que servían para explicar el presidencialismo mexicano -veinte años después de que escribió su ya clásica obra- y que han permitido un sometimiento del Presidente de la República al Estado de Derecho [53] . Pienso que los mismos se podrían resumir en un solo factor: la nueva conformación estatal, que ahora apunta a lo que el neoconstitucionalismo entiende como Estado Constitucional con sus tres principios constitutivos. Ahora la Constitución comienza a ser norma suprema.

 

El caso venezolano va al revés. Luego de que se derrocó la dictadura del general Pérez Jiménez el 23 de enero de 1958, se inició una transición a la democracia que partió desde el primer momento, con la idea clara de montar un Estado Constitucional, para lo cual la voluntad política que era necesaria quedó formalizada en el llamado “Pacto de Puntofijo” y finalmente materializada con la aprobación del Texto Constitucional de 1961 [54] . El sistema presidencial que allí se diseñó adoptó instituciones jurídicas típicas del sistema parlamentario, que permitió amplias facultades al Presidente de la República pero con extensas facultades de control por parte del Congreso Nacional, tal diseño fue denominado por Brewer-Carías, como sistema presidencial con sujeción parlamentaria [55] . Asimismo, la otrora Corte Suprema de Justicia ejerció las facultades de control jurisdiccional constitucional que garantizaban el principio de supremacía constitucional. De esta forma podemos ver cómo en distintos períodos constitucionales la Corte Suprema de Justicia decidió en contra del Presidente de la República y todo dentro de un clima de total normalidad.

 

Con la Constitución de 1999 se da un retroceso de la vida política democrática venezolana. Evidentemente, el sistema presidencial que encontramos en la nueva Constitución otorga demasiadas facultades al Presidente de la República, que lo colocan en una posición tutelar dentro del sistema político, que atenta contra los pesos y contrapesos que exige el principio de división de poderes. Pero, el verdadero problema que encontramos aquí, más allá del diseño que realizó el constituyente de 1999 – éste democrático en su origen y en la sanción, pero autoritario en lo que fue su desenvolvimiento- es la aparición del autoritarismo que pretende sustituir a la Constitución como elemento integrador, y colocar en su lugar, una suerte de liderazgo mesiánico que puede hacer ilusoria la idea de Estado de Derecho. Muy bien dice el doctor Asdrúbal Aguiar que la Constitución Bolivariana es, en cuentas resumidas, una extraña suma de autoritarismo regresivo y de nominalismo libertario, en otras palabras, es una síntesis audaz e imaginativa de los paradigmas del Antiguo Régimen con los de la Revolución Francesa [56] . No obstante, sólo diferimos del profesor Aguiar en considerar “extraña” la suma de factores opuestos que comenta, porque estamos seguros de que este tipo de régimen instaurado en Venezuela poco le importa las libertades que proclama, y sólo se interesa por los poderes que acumula.

 

En todos estos casos, la definición de cómo debe ser el sistema de Gobierno deben tomar en cuenta muchos factores: jurídicos, políticos, históricos; pero siempre se debe partir que el Estado en el que se va a operar se corresponda con lo que entendemos por Estado Constitucional. Si existe un Poder que puede ejercer facultades fuera de la Constitución al tiempo que no soporta controles por parte de los demás poderes, el problema, más que el sistema de Gobierno, es la propia inexistencia del Estado Constitucional.

 

En este sentido, el sistema presidencial, según su definición, sus características es perfectamente compatible con los postulados del constitucionalismo. La fuerza del Poder Ejecutivo es común tanto al sistema presidencial como al parlamentario. Su idoneidad para aplicarse en determinado ordenamiento jurídico es ya otro tema, y nos daremos cuentas que allí los factores para optar por uno u otro sí son preponderantemente políticos.



* Doctor en Derecho por la Universidad de Salamanca. Profesor de Derecho constitucional comparado en la Maestría de la UANL.

[1] Quizás a riesgo de ser reiterativos, casi siempre que comenzamos un trabajo, partimos de la premisa de que hay que tomar en cuenta los principios constitutivos del Estado Constitucional. La razón es la siguiente: ellos, vistos en su conjunto, significan los elementos distintivos del Estado Constitucional, es decir, los que nos permiten distinguirlo de otras formas estatales o  de formas anteriores a la configuración del Estado. De esta manera, volvemos a los tres principios constitutivos que el maestro De Vega ha descrito claramente: a) democrático, b) liberal –garantía de los derechos fundamentales y división de poderes- y c) supremacía constitucional. Consúltese De Vega, Pedro: “Constitución y Democracia” en La Constitución de la Monarquía parlamentaria, A. López Pina (editor), Fondo de Cultura Económica, México, Madrid, Buenos Aires, 1983.

[2] Sobre este punto, consúltese el trabajo del jurista italiano La Torre, donde explica las distintas teorías expuestas por diversos autores sobre el Derecho y sus instituciones; La Torre, Massimo: “Derecho y Teoría del Derecho” en Tendencias actuales del Derecho, Fondo de Cultura Económica, México, 1994, pp. 137-138. En especial su explicación sobre las tesis responsivas de Nonet y Selznick, que vuelven a darle su lugar al contenido material del Derecho, pero sin restarle importancia a las garantías formales ofrecidas por las instituciones. Ibidem. p. 138.

[3] Acerca de la consideración del Derecho como factor y producto social, véase Caldera, Rafael: Sociología Jurídica, Tomo I, UCAB, Caracas, 1977.

[4] Véase Lucas Verdú, Pablo: “Reflexiones en torno y dentro del Concepto de Constitución. La Constitución como Norma y como Integración Política” en Revista de Estudios Políticos (Nueva Época), N° 83, CEC, Madrid, enero-marzo, 1994, pp. 12-13. El maestro Lucas Verdú opina que la politeia aristotélica es prácticamente lo que un sector de la doctrina denomina Constitución material.

[5] Véase Hauriou, Maurice: “La Teoría de la Institución y de la Fundación” en Obra Escogida, traducción de Juan Santamaría Pastor y Santiago Muñoz Machado, Instituto de Estudios Administrativos, Madrid, 1976, p. 295.

[6] Loewenstein, Karl: “La Constitución en vivo: Teoría y práctica” en El Gobierno: Estudios Comparados, traducción española de Rodrigo Ruza, Alianza Editorial, Madrid, 1981, p. 198.

[7] Smend describe, con singular inteligencia, una división de poderes donde el juego político (entendido como sinónimo de relación) se llevaría a cabo por los poderes Ejecutivo y Legislativo, con lo cual utiliza un criterio institucional; mientras que la garantía del Estado de Derecho se llevaría a cabo a través de la legislación y la jurisprudencia, pasando aquí a un criterio eminentemente funcional; y por último, considera a la Administración Pública como la promotora técnica del bienestar del Estado, de manera tal, que combina un criterio orgánico y teleológico, que en resumidas cuentas, termina siendo también institucional. Véase Smend, Rudolf: Constitución y Derecho Constitucional, traducción de José María Beneyto Pérez, CEC, Madrid, 1985, p. 163.

[8] Duverger, Maurice: Instituciones Políticas y Derecho Constitucional, 6° edición, Edit. Ariel, Barcelona-Caracas-México, 1980, p. 65.

[9] No obstante, vale recordar que los sistemas parlamentarios clásicos de la primera parte del siglo XIX mostraron un fortalecimiento del Parlamento, a diferencia del sistema británico donde se verifica un fortalecimiento cada vez mayor del Primer Ministro y su Gabinete, debido según Biscaretti, a que en el caso inglés se consiguió un contacto más directo con el cuerpo electoral, de manera que se podía disolver las Cámaras que ya no estaban en sintonía con la opinión pública, lo que se compensaba con la dimisión del ministro en caso de que una elección no le hubiera sido favorable. Biscaretti di Ruffa, Paolo: Derecho Constitucional, Editorial Tecnos, Madrid, 1973, p. 246. El parlamentarismo racionalizado, que la doctrina patentó a través de la pluma del jurista B. Mirkine-Guetzevitch, es un diseño que busca fortalecer al Poder Ejecutivo, solucionando así la falta de estabilidad que el Gobierno tenía en algunos sistemas parlamentarios clásicos de Europa continental, en los cuales la exigencia de responsabilidad por parte de los parlamentos colocaba a los ejecutivos en una situación de desequilibrio que los hacían ver como un Poder bastante débil, con problemas para acometer sus funciones. Sobre el parlamentarismo racionalizado, véase Mirkine-Guetzevitch, Boris: Modernas Tendencias del Derecho Constitucional Moderno, traducción Sabino Álvarez-Gendin, Edit. Reus, Madrid, 1934.

[10] En este caso, cuando decimos responsabilidad –en sentido estricto- como contrapartida de la confianza, la entendemos como situación que acarrea la dimisión de aquél al que se le retira dicha confianza. No obstante, en sentido amplio, seguimos al doctor Bustos Gisbert cuando explica que el término responsabilidad no se debe asimilar a dimisión, porque se estaría obviando otras formas de control parlamentario del Gobierno, tales como la obligación de éste a responder las distintas preguntas que le formulen los parlamentarios. Bustos Gisbert, Rafael: La responsabilidad política del Gobierno ¿realidad o ficción? Edit Colex, Madrid, 2003, pp. 15-16.

[11] El artículo 153.2 de la Constitución venezolana de 1961 establecía la facultad de la Cámara de Diputados para dar voto de censura a los Ministros, para lo cual exigía una votación calificada de las dos terceras partes de los Diputados presentes.

[12] La llamada Constitución de la República Bolivariana de Venezuela (CRBV) cambió el diseño del Poder Legislativo, de un Congreso bicameral se pasó a una Asamblea unicameral; y además, también creó otro órgano dentro del Poder Ejecutivo: El Vicepresidente Ejecutivo.

[13] Otra cosa es que existan una serie de controles que implican el control del Ejecutivo por parte del legislativo, porque esto vendría enmarcado dentro de los checks and balances consubstánciales al principio de división de poderes.

[14] Por ejemplo la Constitución Española establece que el Parlamento le otorga la confianza al Presidente y a su programa de Gobierno (artículo 99), de igual manera la cuestión de confianza la presenta el Presidente del Gobierno sobre un planteamiento de política general o sobre su programa (artículo 112); incluso la moción de censura, según el artículo 113 constitucional, se realiza en contra del Gobierno entendido como órgano constitucional pluripersonal, sin embargo obliga a que los diputados que promueven la medida presenten un candidato alternativo sólo para Presidente de Gobierno. Y es que resulta evidente, que si se le retira la confianza al Presidente del Gobierno, los ministros y vicepresidentes deban seguir la misma suerte.

[15] Al respecto, véase Linares Benzo, Gustavo: “Las innovaciones de la Constitución de Venezuela” en Revista Iberoamericana de Administración Pública, N° 5, INAP, Madrid, 2000, p. 140. Para un estudio sistemático de la Constitución “Bolivariana” véase Brewer-Carías, Allan: La Constitución de 1999, Editorial Arte, Caracas, 2000.

[16] Sobre la evolución de la “Constitución mixta” en la Antigüedad y en la Edad Media, la referencia obligada es el excelente trabajo de Fioravanti, Mauricio: Constitución. De la Antigüedad hasta nuestros días, Editorial Trotta, Madrid, 2001.

[17] La Corona, como institución política que sustentaba la monarquía, pasó de representar un orden cósmico o el vicariato de Cristo, a ser explicada con categorías jurídico-políticas. Véase García-Pelayo, Manuel: “La Corona: Estudios sobre un símbolo y un concepto político” en sus Obras Completas, tomo II, CEC, Madrid, 1991. No obstante, la Corona como institución política nunca perdió del todo esa naturaleza de símbolo que es intrínseca a ella. Por supuesto, que la Corona como legitimidad mística del poder, en contraposición de la legitimidad democrática consubstancial al Estado constitucional, no nos interesa. En nuestro caso, nos referimos al principio monárquico como sinónimo de Poder Ejecutivo en razón de su legitimidad institucional, o dicho de otra manera, por sus aptitudes para acometer unos fines inmediatos y unos mediatos (telos).

[18] Polibio, Historias, Libros V-XV, traducción de Manuel Balash Recort, Editorial Gredos, Madrid, 1981, pp. 169-170. En su división de poderes, Polibio vuelve a proclamar la Constitución mixta de Aristóteles, pero a través de un modelo que implicaba una división de poderes donde Monarquía, aristocracia y democracia (entendidas como formas institucionales de gobierno), se controlaban entre sí, sin que ninguna de ellas pudiese ser superior a las demás, y siempre a través de la colaboración.

[19] Santo Tomás de Aquino, La Monarquía, Estudio preliminar, traducción y notas de Laureano Robles y Ángel Chueca, Tecnos, Madrid, 1995, p. 17.

[20] Ciertamente, con el crecimiento de los Burgos y de los reinos de la Baja Edad Media, algunas construcciones teóricas apuntaron a establecer la soberanía del Rey quien no debería reconocer más autoridad que la propia (non superiores recognoscentes), Véase Capella, J. R.: Fruta Prohibida. Una aproximación histórica-teorética del derecho y del estado, Editorial Trotta, Madrid, 1997, p. 115. No obstante, no hay duda de que es con los Estados nacionales modernos, cuando aparece el verdadero concepto de soberanía como summa potestas, véase J. Bodino, Los Seis Libros de la República, traducción y estudio preliminar de Pedro Bravo Gala, Tecnos, Madrid, 1986.

[21] Gierke, Otto von: Teorías Políticas de la Edad Media, traducción de Piedad García Escudero y estudio preliminar de Benigno Pendás, CEC, Madrid, pp. 220-221.

[22] Véase su obra más conocida, El Príncipe, edición bilingüe, estudio preliminar, notas y apéndice de Luis Arocena, ediciones de la Universidad de Puerto Rico y Revista de Occidente, San Juan de Puerto Rico, 1955.

[23] Hobbes, Thomas: Leviatán, Alianza Editorial, Madrid, 1989, p. 146.

[24] No olvidemos que Hobbes está pensando en virtud de la experiencia de Inglaterra con los Tudor, donde éstos actuaron de forma despótica pero con la anuencia del pueblo que así se sentía protegido. Y esto se hace más evidente si vemos las monarquías absolutas de la Europa continental, especialmente la francesa. Véase Crossmann, R.H. S.: Biografía del Estado Moderno, Fondo de Cultura Económica, México, pp. 72-80.

[25] Ibidem. p. 81.

[26] De Lolme, Jean Lois: Constitución de Inglaterra, estudio y edición de Bartolomé Clavero, CEC, Madrid, 1992, p. 246. Sobre las distintas posiciones frete a la Constitución de Inglaterra, resulta muy clarificador el trabajo de Lucas Verdú, Pablo: Alabanza y Menosprecio de la Constitución Inglesa, Facultad de Derecho, Universidad de Oviedo, 1954.

[27] Locke, John  Dos ensayos sobre el Gobierno civil, colección Austral, Espasa-Calpe, Madrid, 1991, p. 310.

[28] Montesquieu: Del Espíritu de las Leyes, introducción de Enrique Tierno Galván, traducción de Mercedes Blázquez y Pedro De Vega, Editorial Tecnos, Madrid, 1985, 111. Insistimos, esta defensa del principio monárquico la hace nuestro ilustre autor cuando ya había diferenciado el Gobierno monárquico y el despótico, donde el primero es el que está sometido al imperio de la ley, y el segundo al capricho de un gobernante.

[29] Dice la profesora  M. J. Villaverde que los escritores liberales, desde Benjamín Constant en el XIX, a autores contemporáneos como León Duguit, Emile Faguet, o Talmon, sienten un profundo rechazo hacia la argumentación rusoniana, que les parece constituir una amenaza contra la libertad individual. Véase su “Estudio preliminar” en Rousseau, Contrato Social o principios de Derecho Público, traducción M. J. Villaverde, Editorial Tecnos, Madrid, 1988.

[30] Rousseau, J. J.: Contrato Social o principios de Derecho Público, traducción M. J. Villaverde, Editorial Tecnos, Madrid, 1988, p. 65.

[31] Cuestión que no sucederá hasta que, en el siglo XVIII, el Gabinete Largo de Walpole logre consolidarse como una institución política independiente que lleva el peso de la dirección política. Ya en el siglo XIX, el Gabinete es realmente el Poder Ejecutivo y su conformación ya no va a depender para nada del Rey. Podríamos decir que en Inglaterra encontramos el origen del sistema parlamentario y del sistema presidencial.

[32] Hamilton, Madison y Jay, El Federalista, Fondo de Cultura Económica, México, p. 290.

[33] Ibidem., p. 297.

[34] Lowi, Theodore J.: El Presidente personal, Fondo de Cultura Económica, México, 1993, p. 73.

[35] Esta preponderancia del Presidente de los Estados Unidos, se hace más que evidente, cuando observamos el incremento de la delegación de poderes que le hace el Congreso –sobre todo en materia legislativa-. Dicha delegación se acerca al límite de la inconstitucionalidad. Así, Ferguson y McHenry ya advierten, a mediados del siglo XX, que la regla general es que el Congreso debe fijar patrones principales y luego le puede otorgar al Presidente la facultad de añadir detalles. Al mismo tiempo nos dicen que la Suprema Corte no ha sido constante y la línea que separa la delegación propia de la impropia sólo puede ser adivinada, tras analizar detenidamente los casos citados y juzgar la disposición actual de la Corte. Ferguson, John H. and  McHenry, Dean E.: The American system of Government, second edition, McGraw-Hill Book Company, inc., New York-Toronto-London, 1950, pp. 325-326. Esta situación se mantiene en el siglo XXI.

[36] Lowi, Theodore J.: El Presidente personal, op. cit., p. 73.

[37] Para una visión positivista del fenómeno caudillista es prácticamente obligada la mención del trabajo de Vallenilla Lanz, Laureano: Cesarismo Democrático, Monte Avila Editores, Caracas, 1994. Aquí encontraremos esa posición pesimista que a principios del siglo XX sentenciaba, que en Hispanoamérica la forma de cohesión social no la encontrábamos en los mecanismos institucionales, ni podía encomendarse a las leyes, sino, inexorablemente, a los caudillos prestigiosos y más temibles. Ibid., p. 165.

[38] Valadés, Diego: “El presidencialismo latinoamericano en el siglo XIX” en Boletín Mexicano de Derecho comparado, N° 44, UNAM, mayo-agosto, 1982, p. 614.

[39]   Véase el Discurso de Angostura del Libertador Simón Bolívar, una obra maestra de teoría constitucional. Asimismo, en su conocida carta de Jamaica y en el Manifiesto de Cartagena. Los textos completos pueden verse en  Proclamas y Discursos del Libertador, Caracas, 1939.

[40] Caldera, Rafael: Bolívar Siempre, Monte Ávila Editores, Caracas, 1993, p. 72.

[41] Ibidem. p. 72. Rafael Caldera, cuando comenta acerca del pensamiento político de Bolívar, sostiene: Toda verdadera forma de Gobierno es mixta. El problema es hallar un equilibrio justo para los ingredientes, mezclarlos en una proporción que garantice la autoridad sin tiranía, la libertad sin anarquía, la moderación de las ramas del poder contra posibles excesos, a través de la acción positiva de las otras ramas que lo integran.

[42] Es el caso del llamado Poder moderador acuñado en el siglo XIX por B. Constant y que la mayoría de los sistemas parlamentarios europeos – en especial las monarquías parlamentarias- recoge en la figura del Jefe de Estado, que cumple una función de árbitro imparcial de la vida política, con facultades simbólicas, pero con una legitimidad que le viene de la Auctoritas que es consubstancial a este tipo institucional. Sobre este punto, véase el excelente trabajo de De Vega, Pedro: “El Poder Moderador” en Revista de Estudios Políticos (Nueva Época), N° 116, CEC, Madrid, 2002; donde el destacado jurista español deja claro que este tipo de institución no puede ser aprehendida por la dogmática constitucional sólo a través del método técnico jurídico, sino que debe partir de qué se entiende por democracia constitucional y apelar a conceptos como la auctoritas y la potestas. Ibid. p. 24.

[43] Quintero, César: “El Poder Ejecutivo en las Constituciones de América Latina” en El Constitucionalismo en las postrimerías del Siglo XX, Tomo III, UNAM, México, p. 316.

[44] Hauriou, Maurice: Principios de Derecho Público y Constitucional, traducción y estudio preliminar de Carlos Ruíz del Castillo. Editorial REUS, Madrid, 1927, p. 387.

[45] Este fenómeno de la fortaleza del Poder Ejecutivo en razón de la complejidad del Estado Social se observa de forma muy clara en el sistema presidencial, así, D. Wit afirma que en los Estados modernos, dada la mayor capacidad técnica del Poder Ejecutivo con respecto al Poder Legislativo, la tendencia es a que los órganos ejecutivos sean los que puedan resolver, dentro del régimen democrático, diversas situaciones sin caer en el caos político, con una continuidad y eficacia de mando de la cual son incapaces los cuerpos legislativos, Witt, Daniel: Comparative Political Institutiones, Henry Holt and company, New Cork, s.f., pp. 296. Pero este fenómeno no es exclusivo del sistema presidencial, por lo que se puede observar perfectamente en el sistema parlamentario. Dice Cazorla Prieto: El ejecutivo es el actor principal de la eficacia, es el instrumento de que se sirve la legitimidad material. El debilitamiento que sufre la legitimidad democrática, que personifica fundamentalmente el Parlamento pierde posiciones en el entramado institucional del Estado asistencial, Cazorla Prieto, Luis María: Las Cortes Generales ¿Parlamento contemporáneo?, Editorial Civitas, Madrid, 1985, p. 29. Pero, en lo que a derechos fundamentales se refiere, sigue siendo el Poder Legislativo el que tiene la preponderancia, dado que es el Parlamento quien puede limitarlos a través de la ley como resultado de un procedimiento público y deliberativo, el mismo que funciona para el control del Poder Ejecutivo. En este proceso deliberativo encontramos la verdadera legitimidad democrática, la cual se verifica en la actuación de la institución política que es supervisada por la opinión pública. Bien dice R. Bustos, refiriéndose al Parlamento, que la legitimidad de ejercicio debe propiciarse a través de la opinión pública, véase Bustos Gisbert, Rafael: “La Función Legislativa” en El Congreso de los Diputados en España: funciones y rendimientos, Antonia Martínez (editora), Editorial Tecnos, 2000, p. 42. Nosotros creemos que esta legitimidad de ejercicio también es predicable de las funciones que cumplen todas las instituciones políticas. Sobre las garantías democráticas que implica la opinión pública dentro del Estado Social, con especial referencia al sistema parlamentario español, y con un importante repertorio bibliográfico sobre el tema, consúltese a nuestra maestra en su excelente trabajo: Figueruelo Burrieza, Ángela: En torno a las Garantías del Sistema Parlamentario Español, Universidad Externado de Colombia, Temas de Derecho Público, Bogotá.

[46] Bien dice Hauriou que las instituciones nacen, viven y mueren jurídicamente. Véase Hauriou, Maurice: “La Teoría de la Institución y de la Fundación”, op. cit., p. 266.

[47] Kägi, Werner: La Constitución como ordenamiento jurídico fundamental del Estado, estudio preliminar de Francisco Fernández Segado, Dykinson, Madrid, 2005, p. 171.

[48] Pérez Royo, Javier: Curso de Derecho Constitucional, sexta edición, Marcial Pons, Madrid-Barcelona, 1999, p. 823.

[49] Fix-Zamudio, Héctor: “El sistema presidencial y la división de poderes en el ordenamiento mexicano” en Libro-Homenaje a Manuel García Pelayo, tomo I, Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1980, p. 223.

[50] Véase Carpizo, Jorge: El presidencialismo mexicano, Siglo XXI editores, décimo quinta edición, México, 2000, pp. 190 y ss.

[51] González Schmall, Raúl: Programa de Derecho Constitucional, Universidad Iberoamericana y Noriega Editores, 2003, p. 345. Aunque nuestro estimado profesor de la Universidad Iberoamericana reconoce graves deficiencias técnicas al Texto constitucional de 1917, está claro en que el problema era que la legitimación del sistema presidencial no se encontraba en la Constitución, sino que había sido engendrado con la fundación del Partido Nacional Revolucionario que posteriormente terminaría siendo en 1946 el Partido Revolucionario Institucional. Ibíd. 342.

[52] Justamente, fue la jurisprudencia de la jurisprudencia de la Suprema Corte de Justicia la que delineó lo que se debe entender por supremacía constitucional, erigiéndose como guardián de la Constitución. Sobre este punto, véase el excelente trabajo de Cossío, José Ramón: La teoría constitucional de la Suprema Corte de Justicia, Doctrina Jurídica Contemporánea, México, 2004, pp. 191 y ss. No obstante, el destacado profesor opina que ya pasado el momento de justificar la necesidad de una justicia constitucional queda todavía por construir el tema central del modelo: La Constitución misma, su aceptación como Norma aplicable y la definición de las características específicas que tiene. Ibíd. pp. 197-199.

[53] Carpizo, Jorge: “Veintidós años de presidencialismo mexicano: 1978-2000. Una recapitulación” en Boletín Mexicano de Derecho comparado, N° 100, UNAM, mayo-agosto, 2000. Por su parte, el profesor Eraña opina que todavía en el 2000 –fecha en que un candidato a la presidencia de la oposición gana las elecciones- se observa una reversión de las reglas añejas del sistema (...) un desconocimiento del nivel de arraigo e institucionalización parlamentaria de los partidos, con lo cual, nuestro autor ya proyectaba un temprano descontrol y parálisis del gobierno(...) Eraña Sánchez, Miguel Ángel: La Protección Constitucional de las Minorías Parlamentarias, Editorial Porrúa y Universidad Iberoamericana, México, 2004, p. 26.

[54] Sobre el Pacto de Puntofijo consúltese a uno de sus principales promotores y posterior “motor” de la redacción de los trabajos constituyentes que elaboraron la Constitución de 1961, Caldera, Rafael: Los Causahabientes. De Carabobo a Puntofijo, Editorial Panapo, Caracas, 1999. El deterioro del sistema político que desde mediados de la década de los setentas, por vicios que la Ciencia Política ya ha analizado, se fue gestando un proceso de deslegitimación que concluyó con la elección del Teniente Coronel H. Chávez Frías. No obstante, nada más ganar las elecciones se inició un intento por desmontar lo que de bueno tenía el sistema de Puntofijo, sin eliminar los vicios que indudablemente presentaba, por el contrario, éstos fueron aprovechados por el nuevo Gobierno. Baste como ejemplo, el exagerado clientelismo político.

[55] Brewer-Carías, Allan: “La conformación político-constitucional del Estado Venezolano” Estudio Preliminar a Constituciones de Venezuela, Universidad Católica del Táchira, San Cristóbal, p. 131.

[56] Aguiar, Asdrúbal: Revisión crítica de la Constitución Bolivariana, Los Libros de El Nacional, Editorial CEC, Venezuela, 2000.