El sistema presidencial de Gobierno y el Estado
de Derecho.
Dr. Michael Núñez
Torres*.
I.- Introducción.
Justificación metodológica. II.- Definición del sistema de Gobierno presidencial.
III.- El Poder Ejecutivo y el principio de división de poderes (inicio). IV.- El Poder
Ejecutivo y el principio de división de poderes (continuación). V.- El Poder Ejecutivo y el principio de división
de poderes (fin). VI.- Sistema
Presidencial y Estado de Derecho.
I.- Introducción. Justificación metodológica:
La justificación de un sistema de Gobierno se encuentra sujeta a dos consideraciones:
por su idoneidad para satisfacer los fines inmediatos que se esperan de él,
o por su adecuación a los principios y valores que impregnan toda la forma
estatal de la cual se está tratando. Estas dos explicaciones justificadoras
muchas veces se encuentran en flagrante contraposición, aunque en ocasiones
–las menos- están plenamente integradas. Desde la perspectiva del Derecho
constitucional, el sistema de Gobierno deberá obedecer a la manera cómo se
adecuan ambos criterios, de tal suerte que se puedan encarar las exigencias
de la vida social sin apartarse de los principios constitutivos del Estado
Constitucional
[1]
. Esta dualidad se explica, a su vez, por una tensión que
siempre ha existido en la conformación del concepto de Constitución, ya que
muchas veces se ha optado por definirlo atendiendo a sus caracteres materiales,
y otras veces se ha hecho lo propio sólo tomando en cuenta las formas del
sistema constitucional.
En otras palabras, la justificación del sistema de Gobierno va a depender
de con cuál concepto de Constitución estemos operando, si con un concepto
formal o con uno material. Lo anterior traerá, como es obvio, una consecuencia
metodológica: o nos rendimos totalmente sumisos ante las evidencias del método
empírico, o construimos castillos en el aire a través del método formalista.
Empero, el neoconstitucionalismo del siglo XXI no debería compartir, ni ese
pesimismo determinista típico del positivismo sociológico latinoamericano,
ni esa actitud ilusa del formalismo jurídico -divorciada de la realidad- con
la que también operaron muchos juristas en América Latina. Al contrario, creemos
que la Sociología del Derecho permite cohonestar ambos métodos
[2]
, considerando a la Constitución como una construcción humana
siempre perfectible, aunque los materiales sean extraídos de la vida social.
Es decir, definiendo a la Constitución y consecuencialmente al sistema de
Gobierno, tomando en cuenta que las instituciones jurídicas son al mismo tiempo
factor y producto social
[3]
.
Es el caso que el sistema de Gobierno nos muestra cómo están distribuidas
las instituciones políticas que ejercen el Poder Público, cuáles son sus competencias
y cómo interactúan. En un Estado Constitucional estos mecanismos de interacción
se corresponden con el principio de división de poderes, al tiempo que las
instituciones de Gobierno deben estar legitimadas democráticamente; además,
siempre tienen el límite que les impone la supremacía constitucional, así
como el de todos los valores y principios que la Constitución representa.
Entre estos principios, uno de los que expresa más claramente la lógica del
Poder en el constitucionalismo es la cláusula institucional denominada Estado de Derecho. Ésta significa el
sometimiento del poder a la regla de Derecho, con lo cual deja clara su diferencia
con el absolutismo, o con cualquier régimen de facto. De manera que podríamos
decir que siempre ha habido Gobierno, pero lo que ha ido variando es la forma
estatal a través de la cual actúa. Desde la antigüedad se está hablando de
formas de Gobierno con categorías argumentativas axiológicas y ontológicas,
donde se hacía hincapié en la forma cómo interactuaban las “formas de gobierno”
–entendidas entonces como lo que hoy llamaríamos instituciones políticas-
[4]
. Recuérdese que la politeia
era una manera de explicar la conformación de la ciudad
o de la comunidad, es decir, el
modo de describir las formas pre-estatales. En cambio, la cláusula Estado
de Derecho es un concepto liberal (aunque beneficiaria de toda una evolución
conceptual de la Teoría del Estado que no viene al caso comentar aquí), que
explica la legitimidad en la limitación del Poder, y en especial del Ejecutivo,
a través de la ley entendida como acto contentivo de la voluntad general dentro
del complejo institucional denominado Estado.
En un Estado Constitucional, la lógica del Poder debe estar sometida, más
que nunca, al principio del Estado de
Derecho. En primer lugar porque el concepto de Estado de Derecho es más
completo en el neoconstitucionalismo, para lo cual basta con que veamos la
fórmula con la cual lo encontramos expresado en la mayoría de los textos constitucionales:
Estado Social y Democrático de Derecho.
En segundo lugar, porque las instituciones políticas tienen toda una morfología
avalada por la vida social, económica, cultural –aquí incluimos todos los
aspectos históricos, sociológicos y hasta antropológicos- que demuestra el
peso que tiene la Constitución material, con lo cual, el Estado de Derecho
surge como la forma que utiliza la sociedad para ajustar su aparato institucional
a través de la Constitución formal. Dicho de otra manera, para que las instituciones
se circunscriban a los principios y valores constitucionales, éstos deben
ser susceptibles de ser racionalizadas a través de su construcción jurídica.
Todo sin que el legislador olvide que tiene que tomar en cuenta la realidad
que la ingeniería constitucional nos demuestra con respecto de la institución.
No podemos olvidar lo que nos dice Maurice Hauriou: El
verdadero elemento objetivo del sistema jurídico es la institución
[5]
.
Luego de la anterior reseña metodológica, queremos ver si el sistema presidencial
es acorde con las exigencias del Estado de Derecho. Justificar la conveniencia
de un sistema de Gobierno, como es el sistema presidencial, exige que veamos
su idoneidad para cumplir con los fines inmediatos que le va exigiendo la
sociedad. Pero, si además queremos comprobar si ese sistema presidencial es
acorde al neoconstitucionalismo, tendremos que partir de si está diseñado
conforme al Estado de Derecho; esto es, que la actuación de todo el sistema
presidencial sea de acuerdo al ordenamiento jurídico. De modo que, tendremos
un buen sistema de Gobierno sí se corresponde con la realidad social pero
siempre a través de un estricto diseño formal. Justamente, esto es lo que
trataremos de argumentar en las próximas líneas.
II.- Definición del
sistema de Gobierno presidencial:
Siempre que queremos justificar, defender o por el contrario, criticar
un sistema institucional, debemos partir de un concepto mínimo para saber
a qué nos estamos refiriendo. En nuestro caso podríamos definir al sistema
presidencial desde varios ángulos de apreciación. Sin embargo, siguiendo nuestro
hilo conductor vamos a definir el sistema de gobierno por la relación que
existe entre los poderes Legislativo y Ejecutivo. De esta manera, el sistema presidencial es aquél en el cual
el Jefe de Gobierno –que también es Jefe de Estado- mantiene una relación
de independencia acentuada con el Poder Legislativo, en razón de la legitimidad
democrática directa que ambas instituciones políticas presentan. Bien
dice Loewenstein que la relación entre
el legislativo y el ejecutivo –sea de coordinación o en subordinación- son
la esencia de la forma de Gobierno
[6]
. Por supuesto que hay muchas otras formas de definir este
sistema, empero, lo que signa la diferencia entre un sistema presidencial
y uno parlamentario es, sin lugar a dudas, el juego
político del que hablaba Smend
[7]
.
Por tanto, hemos tomado en cuenta para esta definición dos consideraciones
que se encuentran necesariamente conectadas: en primer lugar, la relación
existente entre el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo al momento de ejercer
sus facultades constitucionales, es decir, la forma cómo el principio de división
de poderes opera cuando el Gobierno y el Congreso o Asamblea actúan; y en
segundo lugar, las legitimidades con las que estos poderes se presentan al
denominado “juego político”. Por esto consideramos que Duverger sólo tiene
parcialmente razón cuando nos dice: Ni la designación del Jefe de Gobierno, ni su independencia con relación
al Parlamento, ni la duración fija de su mandato distinguen al Presidente
americano de los Primeros Ministros
europeos. La distinción fundamental se centra ahora en la independencia de
las Asambleas con relación a ellos
[8]
. Ciertamente, la relación de independencia que el Poder
Legislativo pueda tener con respecto del Ejecutivo es lo más importante para
poder definir a un sistema como presidencial o parlamentario, pero, es precisamente
por eso, que la legitimidad que estos poderes tienen es fundamental a estos
efectos, y ello se hace patente sobre todo en la designación del Jefe de Gobierno.
Basta observar que ciertas instituciones y algunas facultades que aparentemente
son clásicas de los sistemas parlamentarios, como podrían ser los consejos
de ministros o la legislación delegada, aparecen como instituciones plenamente
reconocidas en varios de los sistemas presidenciales de América Latina; de
la misma forma que en distintos sistemas parlamentarios europeos aparecen
instituciones que se pensaban como exclusivas del sistema presidencial, tales
como el principio que establece que el Poder Ejecutivo es el factor rector
en el juego político
[9]
. Sin contar las relaciones que son comunes a la lógica
de ambos sistemas, como sería el caso de las instituciones jurídicas de control
político que el Poder Legislativo utiliza para incidir –bien limitando o bien
coadyuvando- sobre el ejercicio de la función ejecutiva llevada a cabo por
el Gobierno.
Entonces, si la tendencia es a que ambos sistemas de Gobierno se acerquen
cada vez más ¿Qué es lo que diferencia realmente a un sistema presidencial
de uno parlamentario? La respuesta es esa relación de confianza, con su correspondiente
relación de responsabilidad en sentido estricto
[10]
, que existe entre el Parlamento y el Gobierno, y que repetimos,
se hace patente en la designación del Jefe de Gobierno. Esto es realmente
lo más significativo, con lo cual, no importa qué instituciones de Derecho
comparado se adopten, siempre podremos definir a un sistema dependiendo de
ese binomio confianza-responsabilidad y esto está directamente relacionado
a la forma cómo los poderes en cuestión obtienen sus legitimidades. De esta
manera, en el sistema presidencial tanto el Presidente de la República como
el Congreso o Asamblea tienen una legitimación democrática directa, mientras
que en el sistema parlamentario sólo el Poder Legislativo la tiene, lo que
permite que pueda insuflarle esa confianza al Gobierno a través de su respaldo
al respectivo programa gubernamental. De allí que las instituciones jurídicas
de la moción de censura y la cuestión de confianza sean típicas del sistema
parlamentario, siempre y cuando expresen esta relación confianza-responsabilidad,
esto es, que no se deben entender como instituciones jurídicas exclusivas
del sistema parlamentario en sí mismas.
Vamos a tomar un ejemplo que nos resulta muy ilustrativo. Se trata del
caso venezolano: en la Constitución de 1961 se estableció la figura de la
moción de censura, en virtud de la cual el Poder Legislativo podía exigirle
la responsabilidad política –en sentido estricto- a cualquier ministro del
Ejecutivo, lo que podía acarrear hasta la remoción del funcionario objeto
de la moción
[11]
. Con la nueva Constitución venezolana de 1999 –llamada
la Bolivariana- se mantuvo la figura jurídica, sólo que esta vez la facultad
la tiene la Asamblea Nacional y la moción de censura puede recaer también
sobre el Vicepresidente Ejecutivo, todo esto a tenor del artículo 187.10 del
Texto Constitucional de 1999
[12]
. Ahora bien, hemos dicho que lo característico del sistema
de Gobierno es la relación de confianza y responsabilidad, que se traduce
de la siguiente manera: la institución política responde ante quien legitima
a los funcionarios que la integran. En el sistema parlamentario la confianza
la otorga el Parlamento al Gobierno, mientras que en el sistema presidencial,
por cuanto el Presidente de la República tiene una legitimidad democrática
directa obtenida mediante su elección en un sufragio, éste no debería requerir
esa confianza por parte del Poder Legislativo
[13]
.
Sin embargo, en el caso de los ministros del gabinete ejecutivo, que son
responsables frente al Presidente de la República al ser cargos de libre remoción,
éstos sí podrían ser removidos por el Poder Legislativo sin que por ello se
deba entender trastocado el principio de división de poderes. Se trataría
simplemente de una facultad otorgada por el constituyente al Poder Legislativo
con el ánimo de que colabore, a través de una figura de mero control político,
en la conformación de los miembros del Poder Ejecutivo. Y es que la votación
a la cual acude el pueblo se hace para la elección del Presidente de la República,
y por eso él es el que tiene la legitimidad democrática directa. Los ministros
por ser órganos constitucionales tienen una legitimidad democrática institucional,
pero las personas que ejercen el ministerio no, ya que son sólo cargos de
confianza del Presidente. Por su parte, lo propio ocurriría en aquellos sistemas
parlamentarios de Gobierno del tipo racionalizado –también llamado sistema
de Gobierno de canciller- donde el Jefe de Gobierno recibe la confianza del
Parlamento pero sus ministros son de su libre remoción, de tal suerte que
la moción de censura y la cuestión de confianza se ejercen sobre el jefe de
Gobierno y no sobre sus ministros
[14]
.
Entonces, la moción de censura se debería entender en el caso del sistema
presidencial venezolano, como un ejemplo de control político del Poder Legislativo
al Poder Ejecutivo, y en el caso del sistema parlamentario, como la expresión
de esa relación fiduciaria entre Gobierno y Parlamento. En el primer caso
la responsabilidad del Poder Ejecutivo es entendida en sentido amplio, y en
el segundo, en sentido estricto. Otra cosa muy distinta es la situación que
se plantea, cuando la Constitución venezolana de 1999 permite que el Presidente
de la República pueda disolver la Asamblea Nacional (artículo 236.21 de la
Constitución de la República Bolivariana de Venezuela); el supuesto está establecido
en el primer aparte del artículo 240 de la CRBV, el cual reza así:
La remoción del Vicepresidente Ejecutivo
o Vicepresidenta Ejecutiva en tres oportunidades dentro de un mismo período
constitucional, como consecuencia de la aprobación de mociones de censura,
faculta al Presidente o Presidenta de la República para disolver la Asamblea
Nacional. El decreto de disolución conlleva la convocatoria de elecciones
para una nueva legislatura dentro de los sesenta días siguientes a su disolución.
La Asamblea no podrá ser disuelta
en el último año de su período constitucional.
Esta posibilidad del Poder Ejecutivo de disolver el Parlamento tiene una
lógica dentro del sistema parlamentario evidente, ya que si el Gobierno no
puede llevar adelante una determinada política, el Ejecutivo disuelve la Cámara
y traslada al pueblo la facultad de dirimir la controversia a través de elecciones
anticipadas. De estos comicios puede resultar que se dé otra conformación
del Parlamento, con lo cual cabe la posibilidad de que surja otro Gobierno
distinto del que disolvió las Cámaras, por lo tanto, todo sigue dentro de
la lógica del sistema. En cambio, el diseño del sistema presidencial venezolano,
sí incide negativamente en el principio de división de poderes, porque el
adelanto de elecciones por más que cambie o mantenga la configuración política
de la Asamblea Nacional que censuró al Vicepresidente Ejecutivo, nunca acarreará
la dimisión del Presidente de la República. De modo que, en el caso venezolano
se ha establecido una institución jurídica que no era transferible, porque
sólo tiene razón de ser dentro de un sistema parlamentario, con lo cual, el
constituyente sólo creó una suerte de instrumento de amenaza en contra de
la Asamblea Nacional, disminuyéndola institucionalmente frente al Poder Ejecutivo.
No nos cabe la menor duda de que en este caso se constata claramente una merma
del principio de división de poderes. Es claro que la Constitución venezolana
de 1999 diseñó un Poder Ejecutivo sumamente fuerte
[15]
, que nada tiene que ver con el sistema de control institucional
existente bajo el amparo de la Constitución de 1961.
III.- El Poder Ejecutivo
y el principio de división de poderes (inicio):
Ya cuando nos queda claro qué define a un sistema como presidencial podemos
analizar la institución política del Poder Ejecutivo, prescindiendo de si
se encuentra dentro de un sistema presidencial o parlamentario. Los distintos
poderes, entendidos como complejos institucionales, que conforman el sistema
de Gobierno, tanto en el sistema presidencial como en el sistema parlamentario,
son básicamente los mismos. Sólo cambia su posición dentro del juego político.
Cuando Platón, Aristóteles, Polibio o Santo Tomás de Aquino hablaban de
la Constitución mixta, establecían una relación entre instituciones políticas
que ellos denominan magistraturas o formas
de Gobierno; éstas eran la monarquía, la aristocracia y la democracia.
Esta Constitución mixta pretendía solucionar el problema de la legitimidad
e idoneidad en el ejercicio de las funciones para alcanzar la felicidad o el bien común,
a través de la relación entre las distintas formas
de Gobierno, sin que ninguna de ellas pudiese ser sobrepasada por las
otras
[16]
. Estas formas de
Gobierno tenían una legitimidad disímil en tanto las personas que las
conformaban accedían a ellas a través de mecanismos, requisitos y justificaciones
diferentes; sin embargo, todas tenían la legitimidad
institucional que aparece cuando las instituciones políticas están concebidas
para alcanzar un fin y desarrollan su actividad en ese sentido
[17]
. Tomando en cuenta este contexto, la forma de gobierno
monárquico –siempre entendido institucionalmente- correspondería a nuestro
actual Poder Ejecutivo. El Rey como poder se legitimaba en la capacidad que
tenía para tomar decisiones y lograr garantizar la vida social, con lo cual
se fundaba en una característica institucional: su capacidad ejecutoria.
Así, en la División de Poderes de la República Romana, descrita por Polibio
en el siglo II a.C., los cónsules representaban el régimen monárquico; y sus
facultades, además de dirigir la guerra, se circunscribían, en palabras del
historiador griego, a la deliberación
sobre asuntos urgentes, en caso de presentarse, y son ellos los que lo ejecutan
íntegramente en los decretos. Igualmente, las cuestiones concernientes a tareas
del estado que hayan de ser tratadas por el pueblo, corresponde a los cónsules
atenderlas, convocar cada vez la asamblea, presentar las proposiciones y ejecutar
los decretos votados por la mayoría
[18]
. Con lo cual se dejaba claro que la capacidad de decisión
recaía en la asamblea (régimen democrático) y en los cónsules (régimen monárquico),
pero la ejecutividad sólo la tenían éstos últimos, ya que poseían la capacidad
institucional para llevar a cabo las decisiones.
Precisamente, esta ejecutividad es la que hace al Poder Ejecutivo, que
en las Edades Antigua, Media, Moderna y hasta Contemporánea se encontraba
personalizado en el Rey, la institución política por antonomasia. No obstante,
su fuerza puede suponer una propiedad positiva o negativa. Recordemos a Santo
Tomás de Aquino cuando dice que como
la Monarquía es lo mejor, el régimen de un tirano es lo peor
[19]
. Lo anterior se explica en razón del concepto de Constitución
de los antiguos y los medievales, el cual, ya hemos dicho que se formaba más
con criterios materiales que formales. Esto conllevaba a que, por encima de
las diferencias que pudiesen existir entre los antiguos y los medievales,
éstos coincidieran en la idea de que la Constitución mixta exigía el reconocimiento
de unos poderes con legitimidades y facultades distintas y siempre limitadas.
Al igual que Aristóteles, Santo Tomás se preocupa por cuál es la mejor
forma de Gobierno, y aunque se inclina por la Monarquía, comprende que ésta
siempre ha de recibir su poder de la comunidad, estando limitada en su ejercicio
por el Derecho Natural. Así las cosas, la monarquía de Santo Tomás de Aquino
es siempre limitada, quedando la soberanía como un presupuesto de la Constitución
de la Edad Moderna que ha perdurado hasta nuestros días
[20]
. No se equivocaba Otto von Gierke cuando observó que en
la Edad Media, con los defensores de la soberanía popular como límite del
poder –especialmente Marsilio de Padua-, podíamos encontrar la semilla del
principio de división de los poderes legislativo y ejecutivo, de inagotable
fertilidad para el desarrollo de la idea de Estado de Derecho
[21]
.
Es en el Renacimiento cuando Maquiavelo va a definir al Estado como un
poder libre de sujeciones axiológicas
[22]
. De manera que la búsqueda por ver quién era el “soberano”
implicaba saber quién podía legislar sin límites y sustrayéndose de sus propios
mandatos. Así, con el monopolio del Poder se justifica el Estado Absoluto.
Basta con citar la visión contractual de Estado que encontramos en el “Leviatán”
de Thomas Hobbes, que en este punto es paradigmático: Se
dice que un Estado ha sido “instituido” cuando una multitud de hombres establece
un “convenio entre todos y cada uno de sus miembros”, según el cual se le
da a un hombre o, a una asamblea de hombres, por mayoría, el derecho de personificar
a todos, es decir de “representarlos”. Cada individuo de esa multitud, tanto
el que haya “votado a favor”, como el que haya “votado en contra” autorizará,
todas las acciones y juicios de ese hombre o asamblea de hombres, igual que
si se tratara de los suyos propios, a fin de vivir pacíficamente en comunidad,
y de encontrar protección contra otros hombres
[23]
.
Se confirma así, el reconocimiento teórico de la soberanía estatal y por
consiguiente la negación del principio de división de poderes, toda vez que
según Hobbes, el Poder del Estado -al cual los hombres le daban ese derecho
a representarlos- lo podía todo, sin que se tuviese que aceptar una verdadera
limitación. Evidentemente, aunque Hobbes admite que podría ser una asamblea
de hombres la que gozara de esa legitimación, era claro que al constituir
el Rey la institución política más poderosa fuese la que a la postre aprovechara
mejor la idea de poder absoluto
[24]
. Por eso, la idea de Hobbes debe ser tomada como una justificación
del Estado absoluto con el fin de mantener la seguridad aún a costa de la
libertad. En este sentido, las palabras de Crossmann son contundentes: El Leviatán es el primer ataque democrático que sufrió la democracia
[25]
. Es en contra de este absolutismo, expresado en el poder
omnímodo del Rey, que se va a pronunciar el pensamiento liberal del siglo
XVIII.
IV.- El Poder Ejecutivo
y el principio de división de poderes (continuación):
¿Hacia donde gira el pensamiento liberal? Precisamente a impedir que existan
poderes ilimitados dentro del Estado, con lo cual se va a regresar a la idea
de Constitución mixta, esta vez claramente expresada en el principio de división
de poderes. Esto se aprecia fácilmente en el caso inglés, donde la Revolución
Gloriosa en el siglo XVII no supuso el fin de la Monarquía, sino que, al contrario,
significó su ratificación como poder justificado por el common law y limitado por la soberanía
parlamentaria. Ciertamente, la idea de que el Parlamento era soberano parecía
tirar al traste las ideas del Juez Coke acerca de la superioridad del common law; sin embargo, bien decía Jean
Lois De Lolme que en Inglaterra, más allá de las importantes precauciones
que la Ley establecía, la libertad y seguridad del vasallo se aseguraban realmente
a través de la ejecución que se hacía de ésta
[26]
.
Cuando Locke explica su división de poderes dice claramente que el Poder Legislativo es aquél que tiene el
derecho de dirigir la fuerza de la República hacia la preservación de la comunidad
y la de cada uno de sus miembros
[27]
. No obstante, cuando habla del Poder Federativo (poder
exterior) lo sustrae de la dependencia de las normas generales y abstractas
que expide el Poder Legislativo, ya que aquél requería de una capacidad ejecutiva
para emprender las tareas de la política exterior. Es decir, que si por la
legitimidad democrática quien preserva la República es el Poder Legislativo,
una vez que ésta estaba garantizada, los fines específicos signaban, según
la morfología de cada institución política, la legitimidad institucional de
todos los poderes.
De igual manera, Montesquieu acuña el diseño de división de poderes que
hoy se sigue en prácticamente todos los países donde impera un Estado Constitucional:
Poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial. El mismo supone un sistema de control
del poder por el poder a través de la participación de unos en las funciones
de los otros, bien con actos que estatuyan o bien con actos que impidan dichas
funciones. Pero, aquí Montesquieu, luego de que ha garantizado que no existen
poderes ilimitados y reconocido la superioridad del Poder Legislativo como
garante de la libertad, vuelve a confiar en el principio monárquico desde
un punto de vista institucional cuando dice que el poder ejecutivo debe estar en manos de un
monarca, porque esta parte del Gobierno, que necesita siempre de una acción
rápida, está mejor administrada por una sola persona que por varias; al contrario,
las cosas concernientes al Poder legislativo se ordenan mejor por varios que
por uno sólo
[28]
. Montesquieu vuelve a tomar en consideración las funciones
y la morfología institucional para decidir qué institución política responde
más a las demandas de la vida política y social.
El caso de Rousseau es muy sugerente. El ginebrino proclamó el principio
democrático como forma de legitimar el poder en sí. Parece regresar a la idea
de soberanía como poder ilimitado, sólo que ésta vez el soberano va a ser
un ente colectivo, por lo cual llama voluntad general al ejercicio de la soberanía,
constituyéndose de esta manera como el paladín liberal del principio democrático,
al cual, irónicamente, los propios liberales individualistas le terminan por
temer
[29]
. Sin embargo, es claro que Rousseau no dejo de lado la
legitimidad institucional cuando admitía: el
gobierno democrático conviene a los pequeños Estados, el aristocrático a los
medianos y la monarquía a los grandes
[30]
. Esto significa que la monarquía es, según nuestro autor,
propicia a los estados grandes; pero no por la legitimidad dinástica de quien
accede a la Corona, ya que nuestro autor ha dejado claro que apuesta por la
democrática, sino por las características intrínsecas de esta institución
política: la ejecutividad necesaria para poder enfrentar una realidad más
compleja.
Más sugestivo todavía es el caso de la Constitución estadounidense. La
idea de una Constitución escrita, estatuida a través de un pacto democrático
fundamental, terminó por imponerse en Estados Unidos. Es bien sabido por todos
que la Constitución de Filadelfia de 1776 marca el comienzo del constitucionalismo
moderno. De igual forma es conocido el peso que sobre ella tuvo el pensamiento
liberal. Esto se evidencia del principio de supremacía constitucional, que
se desprende primero de los trabajos de los founding fathers, para luego confirmarse
con la audaz jurisprudencia de la Suprema Corte de Justicia surgida desde
comienzos del siglo XIX. Pero, también es revelador de esa influencia liberal,
el hecho de que se haya establecido un diseño institucional conforme al principio
de división de poderes, siguiendo así, las lecciones de Locke y Montesquieu.
Justamente, cuando Estados Unidos consagra el principio de división de poderes,
los colonos están pensando en el diseño institucional que dejaron atrás en
la Inglaterra de la Monarquía limitada, cuando sus antepasados habían comenzado
a llegar a América, en el cual el Rey era titular del Poder Ejecutivo y el
Parlamento lo era del Poder Legislativo, y en donde el Consejo Privado del
Rey todavía no había evolucionado para convertirse en el Gabinete del sistema
parlamentario
[31]
.
En este orden de ideas, los founding
fathers creen que es importante que el Presidente sea un hombre virtuoso
porque conocen que esta institución política de la presidencia es sensible
al potencial mal ejercicio que se pueda hacer de sus funciones. Por eso, en
“El Federalista”, Hamilton dice: podemos
afirmar sin temor a equivocarnos que la verdadera prueba de un buen Gobierno
es su aptitud y tendencia a producir una buena Administración
[32]
. Y luego sostiene más adelante que al
definir un buen Gobierno, uno de los elementos salientes debe ser la energía
por parte del Ejecutivo
[33]
. En otras palabras, el Poder Ejecutivo tiene un fin –buena
administración- y en este sentido requiere de una capacidad ejecutoria, pero
todo sujeto siempre a la Constitución y las leyes.
Siguiendo con el ejemplo estadounidense. Aquí, el sistema
presidencial estuvo centrado, durante la mayor parte del siglo XIX, en el
Congreso y se justificaba en razón de un Estado
de patrocinio que llevó al Presidente de la Nación a un segundo plano
dentro del juego político. Ya en el siglo XX, a partir del Gobierno de Rooselvelt
y su “New Deal”, el Presidente pasó a ser la institución política central
de todo el sistema de pesos y contrapesos que implica la división de poderes;
lo cual supuso, en palabras de Lowi, una revolución institucional
[34]
. El mismo Lowi recuerda que por una parte el Congreso
delegó “poderes” al Presidente para que éste pudiera resolver la gran depresión
de la década de los años treinta, a pesar de la oposición mantenida por la
Suprema Corte que sólo al final aceptó el viraje institucional
[35]
. Y por otra parte, la legitimidad del sistema político,
que se basaba en la “representación”, tuvo que aceptar también el nuevo criterio:
la “prestación de servicios”, que es igual a decir que se regresaba a la idea
clásica del “Buen Gobierno”
[36]
. Nuevamente, en este caso el Estado de Bienestar
aparece como una cláusula institucional que justifica la morfología y las
funciones del Poder Ejecutivo. El Congreso destaca por su capacidad de deliberar,
el Presidente por su ejecutividad, y el sistema de Gobierno por la posibilidad
de que en virtud del juego político se puedan acometer los fines del Estado
Constitucional.
V.- El Poder Ejecutivo
y el principio de división de poderes (fin):
En el caso de Latinoamérica, el diseño constitucional sigue siendo mayoritariamente
presidencialista pero falla la operatividad del principio de división de poderes.
Las causas no sólo son jurídicas, sino que responden a explicaciones históricas,
políticas y hasta sociológicas. En la descripción del constitucionalismo latinoamericano
que va desde la independencia de España en el siglo XIX hasta prácticamente
la mitad del siglo XX, encontramos la Constitución formal, que evidencia la
influencia de la Constitución estadounidense y del pensamiento liberal de
la ilustración en los procesos constituyentes, al tiempo que en la Constitución
material, nos enfrentamos con instituciones coloniales (el Virrey o el Capitán
General), fenómenos socio-económicos (sistemas rurales semejantes a una suerte
de estado feudal) y fenómenos políticos (el caudillismo
[37]
); todo lo cual supone un problema en la operatividad del
sistema institucional de Gobierno. En este punto, el profesor Diego Valadés
puso de manifiesto una serie de causas que en su opinión explican las características
autoritarias del sistema presidencial decimonónico latinoamericano; entre
las más importantes señalaba: tradición
indígena, afirmación del Poder nacional, las tendencias federalistas y centralistas,
poder de la Iglesia, incultura política e inestabilidad institucional
[38]
. Pero, es esta última, la inexistencia de instituciones
sólidas, la que implica la causa de que el sistema presidencial no haya sido
verdaderamente conforme al Estado de Derecho. La actuación del Poder Ejecutivo
dentro de un Estado de Derecho se hace a través de instituciones, y no de
caudillos ni por tensiones ideológicas o políticas.
El Libertador se nos presenta en este punto con un claro enfoque liberal,
puesto que apela a la libertad de los ciudadanos como límite al Poder, y en
el diseño institucional que propone proclama la división de poderes con un
Ejecutivo fuerte pero controlado
[39]
. Coincidimos con el profesor Caldera cuando encuentra en
el pensamiento de Bolívar -como en el de Andrés Bello- la influencia aristotélica-tomista
evidenciada en su idea de un Gobierno
mixto
[40]
, y en este sentido, el Libertador confía en que las instituciones
tomen en cuenta la realidad para alcanzar la felicidad
social
[41]
. La claridad del pensamiento de Bolívar no sería suficiente
para solventar el problema que implicaban, por un lado, los liberales que
querían importar textos legales foráneos sin ninguna posibilidad de aplicación
en la vida social, y por el otro, los caudillos cuya legitimidad se fundaba
en su fuerza y carisma al tiempo que se alejaba de la razón.
Si en la Europa decimonónica de la restauración, el dilema estribó en ver
quien tenía la legitimidad para ser soberano entre el Rey y la Nación; en
Hispanoamérica el debate fue entre el Idealismo dogmático expresado en una
suerte de formalismo y el realismo autoritario que a su vez se afirmaba con
tinte plebiscitario. Si quisiésemos utilizar la terminología de Max Webber,
diríamos que mientras en Europa continental la legitimidad racional se enfrentaba
a la histórico-tradicional, en Hispanoamérica la lucha era en contra de la
legitimidad carismática. Y es claro que sólo la legitimidad racional puede
servir de soporte a un verdadero Estado Constitucional, que a pesar de que
requiere atender factores históricos y sociológicos, éstos siempre tienen
que ser susceptibles de ser racionalizados en la Constitución
[42]
.
Ahora en el siglo XXI, en el caso de estos países que están tratando de
consolidar sus regímenes democráticos, la adopción de instituciones de control
típicas del sistema parlamentario ha tenido distintos resultados según haya
sido el grado de institucionalización del sistema de Gobierno dentro del ordenamiento
constitucional que queramos estudiar. Pero, aquí volvemos a los diseños en
razón de la idoneidad institucional para hacer frente a las necesidades que
se desprenden de la Constitución económica y social. Por ejemplo, Quintero
apunta muy bien la tendencia a restringir constitucionalmente la iniciativa
parlamentaria, en lo que se refiere al presupuesto y en general a los temas
económicos, recordándonos que la actitud
prevaleciente a este respecto es la de que el Parlamento debe cumplir una
función contralora, fiscalizadora
[43]
.
Definitivamente, la constante que encontramos en esta dogmática constitucional
es la necesidad de una interpretación institucional del sistema. En la división
de poderes que traza Maurice Hauriou, establece un Poder de asentimiento, a través de la institución
de democracia directa conocida por todos: el sufragio; y luego explica el
Poder de decisión a través de dos
poderes: el Ejecutivo y el Deliberativo (éste último en la división de poderes
clásica sería el Legislativo). Y partiendo de este diseño, Hauriou sostiene
que si la esencia de una decisión consiste
en que ésta sea ejecutoria, el primero de los poderes es aquél que tiene la
virtud de hacer ejecutoria sus decisiones
[44]
. Podríamos concluir enumerando las dos exigencias del principio
de división de poderes: en primer lugar, que no se verifiquen ningún poder
ilimitado. Esto lleva al establecimiento de controles, dentro de los cuales
el Poder Legislativo tiene la preeminencia en tanto que logra, como ningún
otro poder, manifestar la “voluntad general” que resulta de la decisión mayoritaria
frente a la minoritaria, a través del ordenamiento jurídico. En segundo lugar,
que los poderes tengan la morfología institucional para llevar a cabo la dirección
política y así acometer los fines inmediatos, que en la actualidad se deducen
de la cláusula institucional Estado
Social. En este caso, lo que opera es la colaboración de poderes, y no
cabe duda de que el Poder Ejecutivo, con su Administración Pública, tiene
la preeminencia institucional para asumir esta función
[45]
.
VI.- Sistema Presidencial
y Estado de Derecho:
Llegados a este punto, ya nos queda
clara la morfología institucional que presenta el Poder Ejecutivo, y la limitación
a la cual se le debería someter cuando va a realizar sus funciones, en razón
del principio de división de poderes y dentro del sistema de Gobierno, ya
sea éste presidencial o parlamentario. Ahora nos toca responder al siguiente
cuestionamiento: si la cláusula institucional “Estado Social” supone la legitimidad
de ejercicio del Poder Ejecutivo ¿cómo lograr que dicho ejercicio sea de forma
controlada y democrática? La respuesta está en el principio de supremacía
constitucional, y específicamente en las otras dos cláusulas institucionales
del Estado Constitucional, a saber: “Estado de Derecho” y “Estado Democrático”.
El hecho de que la legitimidad de ejercicio del Poder Ejecutivo se vea plasmada
en la solución de las exigencias del Estado Social, no quiere decir que no
se encuentre obligado por las otras dos cláusulas. De la misma forma que el
Poder Legislativo no es ajeno a la cláusula del Estado Social, por más que
su legitimidad de ejercicio se expresa mejor dentro de la cláusula democrática.
Asimismo, la cláusula “Estado de Derecho”, aunque encuentra en el Poder Judicial
su complejo institucional por antonomasia, obliga tanto al Poder Ejecutivo
como al Legislativo, de tal suerte que podríamos decir que todos los poderes,
al momento de cumplir sus funciones, deben ser “boca de la ley”, eso sí, superado
el concepto puramente voluntarista de ésta.
Así pues, la cláusula “Estado de Derecho”
va a suponer que todo el complejo institucional sea conforme a las reglas
del Derecho, las cuales integran el ordenamiento jurídico porque forman parte
de una estructura superior –El Estado Constitucional- y deberían expresar
la realidad social que regulan, la voluntad democrática para cambiarla, y
los valores y principios a los que se someten. En este sentido, el Estado
de Derecho conlleva el imperio de la ley que racionaliza todo el complejo
institucional
[46]
, muy especialmente al sistema de Gobierno. La génesis del
Estado de Derecho se justificó para escapar del absolutismo y la arbitrariedad
de otras formas estatales; entonces, si la cláusula “Estado social” explica
la energía institucional del Poder Ejecutivo, la cláusula “Estado de Derecho”
la racionaliza y limita. La única forma en que el Estado Constitucional puede
hacer frente al desmontaje de la Constitución normativa
del cual nos advirtió certeramente W. Kägi
[47]
, es obligando al Gobierno –ya sea presidencial o parlamentario-
a ejercer las facultades constitucionales con estricto apego al fin por el
cual le fueron concedidas y siempre bajo el control de los demás poderes,
esto es, el control político del Poder Legislativo y el control jurisdiccional
del Poder Judicial.
Las palabras del profesor Javier Pérez
Royo en este punto son muy ilustrativas: De ahí que la Constitución, al referirse al Gobierno sólo pueda hacer
dos cosas: afirmar políticamente su presencia y debilitar jurídicamente su
posición
[48]
. De manera que, si la posición del Gobierno no está sometida
al Imperio de la Ley, más allá del tipo de sistema gubernamental –que evidentemente
es importante-, el problema con el que nos encontramos es que no existe realmente
un Estado Constitucional. Dicho de otra forma, si la Constitución es nominal
–utilizando la conocidísima expresión de Loewenstein- no importa qué diseño
presente el sistema de Gobierno, la falla estará en el propio aparato estatal.
Vamos a los ejemplos: El caso alemán
es muy interesante, ya que durante la restauración del siglo XIX la doctrina
germana fue delineando su idea de Estado de Derecho dentro de su Monarquía
Constitucional. Así, la Constitución del Imperio de 1871 presentaba un diseño
que se acercaba al del sistema parlamentario; se trataba de una federación
cuyo Jefe de Estado era el Kaiser,
quien delegaba la función de Gobierno a un Canciller que él mismo nombraba
y que sólo le respondía a él; luego estaba un Parlamento formado por una Cámara
Alta (Bundesrat) y una Cámara Baja o Dieta (Reichstag). La historia iba por otros
derroteros. El llamado Canciller de hierro, Otto Karl von Bismark, fue designado
por el Kaiser Guillermo I para que
impusiera su voluntad a la Dieta. Sin embargo, dado que la Dieta no tenía
facultades serias de control sobre el Canciller, podríamos decir que no se
verificaba el principio de división de poderes siendo que éste es un requisito
fundamental del Estado constitucional. Pero lo cierto es que la actitud autoritaria
y la visión imperialista prusiana fueron las que impidieron que la Constitución
se aplicara, aquí el sistema parlamentario poco tiene que ver en el fracaso
por implantar un verdadero Estado Constitucional. Incluso, si vemos la Constitución
de Weimar de 1919, con su diseño parlamentario esta vez mucho más acorde con
lo que el neoconstitucionalismo entiende por Estado Constitucional, encontraremos
que fue bajo este esquema que Hitler consiguió que el partido NAZI obtuviera
una representación en la Dieta que pasó de 12 diputados en 1928 a 107 en 1930,
con lo cual logró que se aprobara la Ley de Plenos Poderes que hizo desaparecer
la dualidad del Ejecutivo típica del sistema Parlamentario, y que lo llevo
a ser al mismo tiempo Jefe de Estado y de Gobierno con el nombre de Reichsfüher.
En estos casos se aclara que cuando el autoritarismo pasa por encima del las
instituciones jurídicas y políticas, no se necesita tener un sistema presidencial,
puesto que con el Parlamentario también se pueden cometer las mismas trasgresiones
al orden constitucional.
Otros ejemplos, pero esta vez de sistemas
presidenciales, son los casos mexicano y venezolano. En el primer caso, la
Constitución de Querétaro de 1917 estableció un sistema presidencial siguiendo
con la tradición constitucional latinoamericana, pero sin ninguna concesión
a instituciones del sistema parlamentario. Se trata de un sistema presidencial
con un imponente catálogo de facultades para el Presidente de la República,
las cuales se venían consolidando a través de las sucesivas reformas que durante
décadas se le fueron haciendo al Texto original. Explica el maestro Fix-Zamudio,
que además del aumento sostenido de estas facultades en los distintos textos
constitucionales a lo largo de la historia mexicana, se deben añadir factores
de carácter social, político, económico
e inclusive psicológico
[49]
. Así, si se admite, como lo hace el profesor Carpizo, que
el Presidente mexicano tenía facultades
metaconstitucionales
[50]
, antes que atacar el diseño del sistema presidencial –que
es muy importante- se debe verificar si realmente estábamos hablando de un
Estado Constitucional, y en este particular, insistimos, no podría serlo si
no está vigente el principio de supremacía constitucional y el principio de
división de poderes. Para apoyar lo anterior, nos basta citar al maestro Raúl
González Schmall cuando dice: El presidencialismo no se originó en la Constitución
de 1917 sino en los vicios del sistema político que medró al amparo de aquél.
Los constituyentes de Querétaro acertaron al percibir la necesidad de un ejecutivo
fuerte, con amplias facultades, pero acotadas en la Constitución; como facultades
amplias y suficientes se le otorgaron a los otros dos poderes
[51]
.
Ahora bien, cuando por las sucesivas
reformas políticas que se fueron dando en México, los principios de supremacía
constitucional y de división de poderes se fueron fortaleciendo, y se comenzó
a hablar de transición democrática, la consecuencia no se hizo esperar: El
Presidente de la República comenzó a perder su posición central dentro del
sistema político, y las demás instituciones políticas, a su vez, comenzaron
a fortalecer su posición. Muy especialmente la Suprema Corte de Justicia de
la Nación que asumió una posición preponderante conforme a la que debe tener
si se está dentro de un Estado Constitucional
[52]
. Así, el profesor Carpizo explica muy bien cómo han cambiado
los factores que servían para explicar el presidencialismo mexicano -veinte
años después de que escribió su ya clásica obra- y que han permitido un sometimiento
del Presidente de la República al Estado de Derecho
[53]
. Pienso que los mismos se podrían resumir en un solo factor:
la nueva conformación estatal, que ahora apunta a lo que el neoconstitucionalismo
entiende como Estado Constitucional con sus tres principios constitutivos.
Ahora la Constitución comienza a ser norma suprema.
El caso venezolano va al revés. Luego
de que se derrocó la dictadura del general Pérez Jiménez el 23 de enero de
1958, se inició una transición a la democracia que partió desde el primer
momento, con la idea clara de montar un Estado Constitucional, para lo cual
la voluntad política que era necesaria quedó formalizada en el llamado “Pacto
de Puntofijo” y finalmente materializada con la aprobación del Texto Constitucional
de 1961
[54]
. El sistema presidencial que allí se diseñó adoptó instituciones
jurídicas típicas del sistema parlamentario, que permitió amplias facultades
al Presidente de la República pero con extensas facultades de control por
parte del Congreso Nacional, tal diseño fue denominado por Brewer-Carías,
como sistema presidencial con sujeción parlamentaria
[55]
. Asimismo, la otrora Corte Suprema de Justicia ejerció
las facultades de control jurisdiccional constitucional que garantizaban el
principio de supremacía constitucional. De esta forma podemos ver cómo en
distintos períodos constitucionales la Corte Suprema de Justicia decidió en
contra del Presidente de la República y todo dentro de un clima de total normalidad.
Con la Constitución de 1999 se da un
retroceso de la vida política democrática venezolana. Evidentemente, el sistema
presidencial que encontramos en la nueva Constitución otorga demasiadas facultades
al Presidente de la República, que lo colocan en una posición tutelar dentro
del sistema político, que atenta contra los pesos y contrapesos que exige
el principio de división de poderes. Pero, el verdadero problema que encontramos
aquí, más allá del diseño que realizó el constituyente de 1999 – éste democrático
en su origen y en la sanción, pero autoritario en lo que fue su desenvolvimiento-
es la aparición del autoritarismo que pretende sustituir a la Constitución
como elemento integrador, y colocar en su lugar, una suerte de liderazgo mesiánico
que puede hacer ilusoria la idea de Estado de Derecho. Muy bien dice el doctor
Asdrúbal Aguiar que la Constitución
Bolivariana es, en cuentas resumidas, una extraña suma de autoritarismo regresivo
y de nominalismo libertario, en otras palabras, es una síntesis audaz e imaginativa
de los paradigmas del Antiguo Régimen con los de la Revolución Francesa
[56]
. No obstante, sólo diferimos del profesor Aguiar en considerar
“extraña” la suma de factores opuestos que comenta, porque estamos seguros
de que este tipo de régimen instaurado en Venezuela poco le importa las libertades
que proclama, y sólo se interesa por los poderes que acumula.
En todos estos casos, la definición
de cómo debe ser el sistema de Gobierno deben tomar en cuenta muchos factores:
jurídicos, políticos, históricos; pero siempre se debe partir que el Estado
en el que se va a operar se corresponda con lo que entendemos por Estado Constitucional.
Si existe un Poder que puede ejercer facultades fuera de la Constitución al
tiempo que no soporta controles por parte de los demás poderes, el problema,
más que el sistema de Gobierno, es la propia inexistencia del Estado Constitucional.
En este sentido, el sistema presidencial,
según su definición, sus características es perfectamente compatible con los
postulados del constitucionalismo. La fuerza del Poder Ejecutivo es común
tanto al sistema presidencial como al parlamentario. Su idoneidad para aplicarse
en determinado ordenamiento jurídico es ya otro tema, y nos daremos cuentas
que allí los factores para optar por uno u otro sí son preponderantemente
políticos.
* Doctor en Derecho por la Universidad de Salamanca.
Profesor de Derecho
constitucional comparado en la Maestría de la UANL.
[1]
Quizás a riesgo de ser reiterativos, casi siempre que
comenzamos un trabajo, partimos de la premisa de que hay que tomar en cuenta
los principios constitutivos del Estado Constitucional. La razón es la siguiente:
ellos, vistos en su conjunto, significan los elementos distintivos del Estado
Constitucional, es decir, los que nos permiten distinguirlo de otras formas
estatales o de formas anteriores
a la configuración del Estado. De esta manera, volvemos a los tres principios
constitutivos que el maestro De Vega ha descrito claramente: a) democrático,
b) liberal –garantía de los derechos fundamentales y división de poderes-
y c) supremacía constitucional. Consúltese De
Vega, Pedro: “Constitución y Democracia” en La
Constitución de la Monarquía parlamentaria, A. López Pina (editor),
Fondo de Cultura Económica, México, Madrid, Buenos Aires, 1983.
[2]
Sobre este punto, consúltese el trabajo del jurista
italiano La Torre, donde explica las distintas teorías expuestas por diversos
autores sobre el Derecho y sus instituciones; La Torre, Massimo: “Derecho
y Teoría del Derecho” en Tendencias
actuales del Derecho, Fondo de Cultura Económica, México, 1994, pp.
137-138. En especial su explicación sobre las
tesis responsivas de Nonet y Selznick, que vuelven a darle su lugar
al contenido material del Derecho, pero sin restarle importancia a las garantías formales ofrecidas por las instituciones.
Ibidem. p. 138.
[3]
Acerca de la consideración del Derecho como factor
y producto social, véase Caldera, Rafael: Sociología
Jurídica, Tomo I, UCAB, Caracas, 1977.
[4]
Véase Lucas Verdú, Pablo: “Reflexiones en torno y dentro
del Concepto de Constitución. La Constitución como Norma y como Integración
Política” en Revista de Estudios Políticos
(Nueva Época), N° 83, CEC, Madrid, enero-marzo, 1994, pp. 12-13. El maestro
Lucas Verdú opina que la politeia aristotélica es prácticamente lo que un sector de la doctrina denomina Constitución material.
[5]
Véase Hauriou, Maurice: “La Teoría de la Institución
y de la Fundación” en Obra Escogida,
traducción de Juan Santamaría Pastor y Santiago Muñoz Machado, Instituto
de Estudios Administrativos, Madrid, 1976, p. 295.
[6]
Loewenstein, Karl: “La Constitución en vivo: Teoría
y práctica” en El Gobierno: Estudios
Comparados, traducción española de Rodrigo Ruza, Alianza Editorial,
Madrid, 1981, p. 198.
[7]
Smend describe, con singular inteligencia, una división
de poderes donde el juego político
(entendido como sinónimo de relación) se llevaría a cabo por los poderes
Ejecutivo y Legislativo, con lo cual utiliza un criterio institucional;
mientras que la garantía del Estado de Derecho se llevaría a cabo a través
de la legislación y la jurisprudencia, pasando aquí a un criterio eminentemente
funcional; y por último, considera a la Administración Pública como la promotora técnica del bienestar del Estado,
de manera tal, que combina un criterio orgánico y teleológico, que en resumidas
cuentas, termina siendo también institucional. Véase Smend, Rudolf: Constitución
y Derecho Constitucional, traducción de José María Beneyto Pérez, CEC,
Madrid, 1985, p. 163.
[8]
Duverger, Maurice: Instituciones
Políticas y Derecho Constitucional, 6° edición, Edit. Ariel, Barcelona-Caracas-México,
1980, p. 65.
[9]
No obstante, vale recordar que los sistemas parlamentarios
clásicos de la primera parte del siglo XIX mostraron un fortalecimiento
del Parlamento, a diferencia del sistema británico donde se verifica un
fortalecimiento cada vez mayor del Primer Ministro y su Gabinete, debido
según Biscaretti, a que en el caso inglés se consiguió un contacto más directo
con el cuerpo electoral, de manera que se podía disolver las Cámaras que
ya no estaban en sintonía con la opinión pública, lo que se compensaba con
la dimisión del ministro en caso de que una elección no le hubiera sido
favorable. Biscaretti di Ruffa, Paolo: Derecho
Constitucional, Editorial Tecnos, Madrid, 1973, p. 246. El parlamentarismo
racionalizado, que la doctrina patentó a través de la pluma del jurista
B. Mirkine-Guetzevitch, es un diseño que busca fortalecer al Poder Ejecutivo,
solucionando así la falta de estabilidad que el Gobierno tenía en algunos
sistemas parlamentarios clásicos de Europa continental, en los cuales la
exigencia de responsabilidad por parte de los parlamentos colocaba a los
ejecutivos en una situación de desequilibrio que los hacían ver como un
Poder bastante débil, con problemas para acometer sus funciones. Sobre el
parlamentarismo racionalizado, véase Mirkine-Guetzevitch, Boris: Modernas
Tendencias del Derecho Constitucional Moderno, traducción Sabino Álvarez-Gendin,
Edit. Reus, Madrid, 1934.
[10]
En este caso, cuando decimos responsabilidad –en sentido
estricto- como contrapartida de la confianza, la entendemos como situación
que acarrea la dimisión de aquél al que se le retira dicha confianza. No
obstante, en sentido amplio, seguimos al doctor Bustos Gisbert cuando explica
que el término responsabilidad no se debe asimilar a dimisión, porque se
estaría obviando otras formas de control parlamentario del Gobierno, tales
como la obligación de éste a responder las distintas preguntas que le formulen
los parlamentarios. Bustos Gisbert, Rafael: La
responsabilidad política del Gobierno ¿realidad o ficción? Edit Colex,
Madrid, 2003, pp. 15-16.
[11]
El artículo 153.2 de la Constitución venezolana de 1961
establecía la facultad de la Cámara de Diputados para dar voto de censura
a los Ministros, para lo cual exigía una votación calificada de las dos
terceras partes de los Diputados presentes.
[12]
La llamada Constitución de la República Bolivariana de
Venezuela (CRBV) cambió el diseño del Poder Legislativo, de un Congreso
bicameral se pasó a una Asamblea unicameral; y además, también creó otro
órgano dentro del Poder Ejecutivo: El Vicepresidente Ejecutivo.
[13]
Otra cosa es que existan una serie de controles que implican
el control del Ejecutivo por parte del legislativo, porque esto vendría
enmarcado dentro de los checks and
balances consubstánciales al principio de división de poderes.
[14]
Por ejemplo la Constitución
Española establece que el Parlamento le otorga la confianza al Presidente
y a su programa de Gobierno (artículo 99), de igual manera la cuestión de
confianza la presenta el Presidente del Gobierno sobre un planteamiento
de política general o sobre su programa (artículo 112); incluso la moción
de censura, según el artículo 113 constitucional, se realiza en contra del
Gobierno entendido como órgano constitucional pluripersonal, sin embargo
obliga a que los diputados que promueven la medida presenten un candidato
alternativo sólo para Presidente de Gobierno. Y es que resulta evidente,
que si se le retira la confianza al Presidente del Gobierno, los ministros
y vicepresidentes deban seguir la misma suerte.
[15]
Al respecto, véase Linares Benzo, Gustavo: “Las innovaciones
de la Constitución de Venezuela” en Revista Iberoamericana
de Administración Pública, N°
5, INAP, Madrid, 2000, p. 140. Para un estudio sistemático de la Constitución
“Bolivariana” véase Brewer-Carías, Allan: La
Constitución de 1999, Editorial Arte, Caracas, 2000.
[16]
Sobre la evolución de la “Constitución mixta” en la Antigüedad
y en la Edad Media, la referencia obligada es el excelente trabajo de Fioravanti, Mauricio: Constitución. De la Antigüedad hasta nuestros
días, Editorial Trotta, Madrid, 2001.
[17]
La Corona, como institución política que sustentaba
la monarquía, pasó de representar un orden cósmico o el vicariato de Cristo,
a ser explicada con categorías jurídico-políticas. Véase García-Pelayo,
Manuel: “La Corona: Estudios sobre un símbolo y un concepto político” en
sus Obras Completas, tomo II, CEC, Madrid,
1991. No obstante, la Corona como institución política nunca perdió del
todo esa naturaleza de símbolo que es intrínseca
a ella. Por supuesto, que la Corona como legitimidad mística del poder,
en contraposición de la legitimidad democrática consubstancial al Estado
constitucional, no nos interesa. En nuestro caso, nos referimos al principio
monárquico como sinónimo de Poder Ejecutivo en razón de su legitimidad institucional,
o dicho de otra manera, por sus aptitudes para acometer unos fines inmediatos
y unos mediatos (telos).
[18]
Polibio, Historias,
Libros V-XV, traducción de Manuel Balash Recort, Editorial Gredos, Madrid,
1981, pp. 169-170. En su división de poderes, Polibio vuelve a proclamar
la Constitución mixta de Aristóteles, pero a través de un modelo que implicaba
una división de poderes donde Monarquía, aristocracia y democracia (entendidas
como formas institucionales de gobierno), se controlaban entre sí, sin que
ninguna de ellas pudiese ser superior a las demás, y siempre a través de
la colaboración.
[19]
Santo Tomás de Aquino, La Monarquía, Estudio preliminar, traducción y notas de Laureano Robles
y Ángel Chueca, Tecnos, Madrid, 1995, p. 17.
[20]
Ciertamente, con el crecimiento de los Burgos
y de los reinos de la Baja Edad Media, algunas construcciones teóricas apuntaron
a establecer la soberanía del Rey quien no debería reconocer más autoridad
que la propia (non superiores recognoscentes),
Véase Capella, J. R.: Fruta Prohibida.
Una aproximación histórica-teorética del derecho y del estado, Editorial
Trotta, Madrid, 1997, p. 115. No obstante, no hay duda de que es con los
Estados nacionales modernos, cuando aparece el verdadero concepto de soberanía
como summa potestas, véase J.
Bodino, Los Seis Libros de la República,
traducción y estudio preliminar de Pedro Bravo Gala, Tecnos, Madrid, 1986.
[21]
Gierke, Otto von: Teorías Políticas de la Edad Media, traducción de Piedad García Escudero
y estudio preliminar de Benigno Pendás, CEC, Madrid, pp. 220-221.
[22]
Véase su obra más conocida, El Príncipe, edición bilingüe, estudio preliminar, notas y apéndice
de Luis Arocena, ediciones de la Universidad de Puerto Rico y Revista de
Occidente, San Juan de Puerto Rico, 1955.
[23]
Hobbes, Thomas: Leviatán,
Alianza Editorial, Madrid, 1989, p. 146.
[24]
No olvidemos que Hobbes está pensando en virtud de
la experiencia de Inglaterra con los Tudor, donde éstos actuaron de forma
despótica pero con la anuencia del pueblo que así se sentía protegido. Y
esto se hace más evidente si vemos las monarquías absolutas de la Europa
continental, especialmente la francesa. Véase Crossmann, R.H. S.: Biografía del Estado Moderno, Fondo de
Cultura Económica, México, pp. 72-80.
[25]
Ibidem. p. 81.
[26]
De Lolme, Jean Lois: Constitución de Inglaterra, estudio y edición de Bartolomé Clavero,
CEC, Madrid, 1992, p. 246. Sobre las distintas posiciones frete a la Constitución
de Inglaterra, resulta muy clarificador el trabajo de Lucas Verdú, Pablo:
Alabanza y Menosprecio de la Constitución
Inglesa, Facultad de Derecho, Universidad de Oviedo, 1954.
[27]
Locke, John Dos ensayos sobre el Gobierno civil, colección
Austral, Espasa-Calpe, Madrid, 1991, p. 310.
[28]
Montesquieu: Del
Espíritu de las Leyes, introducción de Enrique Tierno Galván, traducción
de Mercedes Blázquez y Pedro De Vega, Editorial Tecnos, Madrid, 1985, 111.
Insistimos, esta defensa del principio monárquico la hace nuestro ilustre
autor cuando ya había diferenciado el Gobierno monárquico y el despótico,
donde el primero es el que está sometido al imperio de la ley, y el segundo
al capricho de un gobernante.
[29]
Dice la profesora M.
J. Villaverde que los escritores liberales, desde Benjamín Constant en el
XIX, a autores contemporáneos como León Duguit, Emile Faguet, o Talmon,
sienten un profundo rechazo hacia la argumentación rusoniana, que les parece
constituir una amenaza contra la libertad individual. Véase su “Estudio
preliminar” en Rousseau, Contrato
Social o principios de Derecho Público, traducción M. J. Villaverde,
Editorial Tecnos, Madrid, 1988.
[30]
Rousseau, J. J.:
Contrato Social o principios de Derecho Público, traducción M. J. Villaverde,
Editorial Tecnos, Madrid, 1988, p. 65.
[31]
Cuestión que no sucederá hasta que, en el siglo XVIII,
el Gabinete Largo de Walpole logre consolidarse como una institución política
independiente que lleva el peso de la dirección política. Ya en el siglo
XIX, el Gabinete es realmente el Poder Ejecutivo y su conformación ya no
va a depender para nada del Rey. Podríamos decir que en Inglaterra encontramos
el origen del sistema parlamentario y del sistema presidencial.
[32]
Hamilton, Madison y Jay, El Federalista, Fondo de Cultura Económica, México, p. 290.
[33]
Ibidem., p. 297.
[34]
Lowi, Theodore J.: El
Presidente personal, Fondo de Cultura Económica, México, 1993, p. 73.
[35]
Esta preponderancia
del Presidente de los Estados Unidos, se hace más que evidente, cuando observamos
el incremento de la delegación de poderes que le hace el Congreso –sobre
todo en materia legislativa-. Dicha delegación se acerca al límite de la
inconstitucionalidad. Así, Ferguson y McHenry ya advierten, a mediados del
siglo XX, que la regla general es que el Congreso debe fijar patrones principales
y luego le puede otorgar al Presidente la facultad de añadir detalles. Al
mismo tiempo nos dicen que la Suprema Corte no ha sido constante y la línea
que separa la delegación propia de la impropia sólo puede ser adivinada,
tras analizar detenidamente los casos citados y juzgar la disposición actual
de la Corte. Ferguson, John H. and McHenry, Dean E.: The American system of Government, second edition, McGraw-Hill Book
Company, inc., New York-Toronto-London, 1950, pp. 325-326. Esta situación se
mantiene en el siglo XXI.
[36]
Lowi, Theodore J.: El
Presidente personal, op. cit., p. 73.
[37]
Para una visión positivista del fenómeno caudillista
es prácticamente obligada la mención del trabajo de Vallenilla Lanz, Laureano:
Cesarismo Democrático, Monte Avila Editores,
Caracas, 1994. Aquí encontraremos esa posición pesimista que a principios
del siglo XX sentenciaba, que en Hispanoamérica la forma de cohesión social
no la encontrábamos en los mecanismos
institucionales, ni podía encomendarse
a las leyes, sino, inexorablemente, a
los caudillos prestigiosos y más temibles. Ibid., p. 165.
[38]
Valadés, Diego: “El presidencialismo latinoamericano
en el siglo XIX” en Boletín Mexicano
de Derecho comparado, N° 44, UNAM, mayo-agosto, 1982, p. 614.
[39]
Véase el Discurso
de Angostura del Libertador Simón Bolívar, una obra maestra de teoría constitucional.
Asimismo, en su conocida carta de Jamaica y en el Manifiesto de Cartagena.
Los textos completos pueden verse en Proclamas
y Discursos del Libertador, Caracas, 1939.
[40]
Caldera, Rafael: Bolívar
Siempre, Monte Ávila Editores, Caracas, 1993, p. 72.
[41] Ibidem. p. 72. Rafael Caldera, cuando comenta acerca del pensamiento político de Bolívar, sostiene: Toda verdadera forma de Gobierno es mixta. El problema es hallar un equilibrio justo para los ingredientes, mezclarlos en una proporción que garantice la autoridad sin tiranía, la libertad sin anarquía, la moderación de las ramas del poder contra posibles excesos, a través de la acción positiva de las otras ramas que lo integran.
[42]
Es el caso del llamado Poder moderador acuñado en el
siglo XIX por B. Constant y que la mayoría de los sistemas parlamentarios
europeos – en especial las monarquías parlamentarias- recoge en la figura
del Jefe de Estado, que cumple una función de árbitro imparcial de la vida
política, con facultades simbólicas, pero con una legitimidad que le viene
de la Auctoritas que es consubstancial a este tipo institucional. Sobre
este punto, véase el excelente trabajo de De Vega, Pedro: “El Poder Moderador”
en Revista de Estudios Políticos (Nueva Época),
N° 116, CEC, Madrid, 2002; donde el destacado jurista español deja claro
que este tipo de institución no puede ser aprehendida por la dogmática constitucional
sólo a través del método técnico jurídico, sino que debe partir de qué se
entiende por democracia constitucional
y apelar a conceptos como la auctoritas y la potestas.
Ibid. p. 24.
[43]
Quintero, César: “El Poder Ejecutivo en las Constituciones
de América Latina” en El Constitucionalismo
en las postrimerías del Siglo XX, Tomo III, UNAM, México, p. 316.
[44]
Hauriou, Maurice: Principios
de Derecho Público y Constitucional, traducción y estudio preliminar
de Carlos Ruíz del Castillo. Editorial REUS, Madrid, 1927, p. 387.
[45]
Este fenómeno de la fortaleza del Poder Ejecutivo en
razón de la complejidad del Estado Social se observa de forma muy clara
en el sistema presidencial, así, D. Wit afirma que en los Estados modernos,
dada la mayor capacidad técnica del Poder Ejecutivo con respecto al Poder
Legislativo, la tendencia es a que los órganos ejecutivos sean los que puedan
resolver, dentro del régimen democrático, diversas situaciones sin caer
en el caos político, con una continuidad
y eficacia de mando de la cual son incapaces los cuerpos legislativos,
Witt, Daniel: Comparative Political
Institutiones, Henry Holt and company, New Cork, s.f., pp. 296. Pero
este fenómeno no es exclusivo del sistema presidencial, por lo que se puede
observar perfectamente en el sistema parlamentario. Dice Cazorla Prieto:
El ejecutivo es el actor principal de la eficacia,
es el instrumento de que se sirve la legitimidad material. El debilitamiento
que sufre la legitimidad democrática, que personifica fundamentalmente el
Parlamento pierde posiciones en el entramado institucional del Estado asistencial,
Cazorla Prieto, Luis María: Las Cortes Generales ¿Parlamento contemporáneo?, Editorial Civitas,
Madrid, 1985, p. 29. Pero, en lo que a derechos fundamentales se refiere,
sigue siendo el Poder Legislativo el que tiene la preponderancia, dado que
es el Parlamento quien puede limitarlos a través de la ley como resultado
de un procedimiento público y deliberativo, el mismo que funciona para el
control del Poder Ejecutivo. En este proceso deliberativo encontramos la
verdadera legitimidad democrática, la cual se verifica en la actuación de
la institución política que es supervisada por la opinión pública. Bien
dice R. Bustos, refiriéndose al Parlamento, que la
legitimidad de ejercicio debe propiciarse a través de la opinión pública,
véase Bustos Gisbert, Rafael: “La Función Legislativa” en El Congreso de los Diputados en España: funciones y rendimientos,
Antonia Martínez (editora), Editorial Tecnos, 2000, p. 42. Nosotros creemos
que esta legitimidad de ejercicio también es predicable de las funciones
que cumplen todas las instituciones políticas. Sobre las garantías democráticas
que implica la opinión pública dentro del Estado Social, con especial referencia
al sistema parlamentario español, y con un importante repertorio bibliográfico
sobre el tema, consúltese a nuestra maestra en su excelente trabajo: Figueruelo
Burrieza, Ángela: En torno a las Garantías
del Sistema Parlamentario Español, Universidad Externado de Colombia,
Temas de Derecho Público, Bogotá.
[46] Bien dice Hauriou que las instituciones nacen, viven y mueren jurídicamente. Véase Hauriou, Maurice: “La Teoría de la Institución y de la Fundación”, op. cit., p. 266.
[47]
Kägi, Werner: La
Constitución como ordenamiento jurídico fundamental del Estado, estudio
preliminar de Francisco Fernández Segado, Dykinson, Madrid, 2005, p. 171.
[48]
Pérez Royo,
Javier: Curso de Derecho Constitucional,
sexta edición, Marcial Pons, Madrid-Barcelona, 1999, p. 823.
[49]
Fix-Zamudio, Héctor: “El sistema presidencial y la división
de poderes en el ordenamiento mexicano” en Libro-Homenaje a Manuel García Pelayo, tomo I, Universidad Central
de Venezuela, Caracas, 1980, p. 223.
[50]
Véase Carpizo, Jorge: El presidencialismo mexicano, Siglo XXI editores, décimo quinta edición,
México, 2000, pp. 190 y ss.
[51]
González Schmall, Raúl: Programa de Derecho Constitucional, Universidad Iberoamericana y Noriega
Editores, 2003, p. 345. Aunque nuestro estimado profesor de la Universidad
Iberoamericana reconoce graves deficiencias técnicas al Texto constitucional
de 1917, está claro en que el problema era que la legitimación del sistema
presidencial no se encontraba en la Constitución, sino que había sido engendrado
con la fundación del Partido Nacional Revolucionario que posteriormente
terminaría siendo en 1946 el Partido Revolucionario Institucional. Ibíd.
342.
[52]
Justamente, fue la jurisprudencia de la jurisprudencia
de la Suprema Corte de Justicia la que delineó lo que se debe entender por
supremacía constitucional, erigiéndose como guardián de la Constitución.
Sobre este punto, véase el excelente trabajo de Cossío, José Ramón: La
teoría constitucional de la Suprema Corte de Justicia, Doctrina Jurídica
Contemporánea, México, 2004, pp. 191 y ss. No obstante, el destacado profesor
opina que ya pasado el momento de justificar la necesidad de una justicia
constitucional queda todavía por construir el
tema central del modelo: La Constitución misma, su aceptación como Norma
aplicable y la definición de las características específicas que tiene.
Ibíd. pp. 197-199.
[53]
Carpizo, Jorge: “Veintidós años de presidencialismo
mexicano: 1978-2000. Una recapitulación” en Boletín
Mexicano de Derecho comparado, N° 100, UNAM, mayo-agosto, 2000. Por
su parte, el profesor Eraña opina que todavía en el 2000 –fecha en que un
candidato a la presidencia de la oposición gana las elecciones- se observa
una reversión de las reglas añejas del sistema
(...) un desconocimiento del nivel
de arraigo e institucionalización parlamentaria de los partidos, con
lo cual, nuestro autor ya proyectaba un
temprano descontrol y parálisis del gobierno(...) Eraña Sánchez, Miguel
Ángel: La Protección Constitucional
de las Minorías Parlamentarias, Editorial Porrúa y Universidad Iberoamericana,
México, 2004, p. 26.
[54]
Sobre el Pacto de Puntofijo consúltese a uno de sus principales
promotores y posterior “motor” de la redacción de los trabajos constituyentes
que elaboraron la Constitución de 1961, Caldera, Rafael: Los Causahabientes. De Carabobo a Puntofijo,
Editorial Panapo, Caracas, 1999. El deterioro del sistema político que desde
mediados de la década de los setentas, por vicios que la Ciencia Política
ya ha analizado, se fue gestando un proceso de deslegitimación que concluyó
con la elección del Teniente Coronel H. Chávez Frías. No obstante, nada
más ganar las elecciones se inició un intento por desmontar lo que de bueno
tenía el sistema de Puntofijo, sin eliminar los vicios que indudablemente
presentaba, por el contrario, éstos fueron aprovechados por el nuevo Gobierno.
Baste como ejemplo, el exagerado clientelismo político.
[55]
Brewer-Carías, Allan: “La conformación político-constitucional
del Estado Venezolano” Estudio Preliminar a Constituciones de Venezuela, Universidad
Católica del Táchira, San Cristóbal, p. 131.
[56]
Aguiar, Asdrúbal: Revisión
crítica de la Constitución Bolivariana, Los Libros de El Nacional, Editorial
CEC, Venezuela, 2000.