Una
Asamblea Constituyente para México.
(Consideraciones en torno a las relaciones
entre ciencia, historia, política y normativa constitucional, con especial
referencia al caso de la transición mexicana)*
Michael Núñez
Torres
Rafael Estrada
Michel**
Sumario:
I.- Un momento crucial para México; II.-
Pertinencia de una Asamblea Constituyente mexicana; III.- Peligros que puede
conllevar una Asamblea Constituyente según nos enseña el Derecho Comparado
Iberoamericano; IV.- Nuestra propuesta.
“Pero
si por ‘socialismo’ sólo podemos entender el conjunto de condiciones necesarias
para formas de vida emancipadas, sobre las que han de empezar entendiéndose los
implicados mismos, es fácil percatarse de que la auto organización democrática
de una comunidad jurídica constituye el núcleo normativo también de ese
proyecto”.
Jürgen
Habermas. (Prefacio a Facticidad y validez)
“Sea, señores, tal la imagen de la Convención, que ya
agitada por la elocuencia tumultuosa de las pasiones, tranquilizadas por las
inspiraciones del genio, por la severidad del raciocinio, será siempre el
terreno de la Libertad, donde se oiga defender todas las opiniones, discutir
todos los principios, refutar todas las preocupaciones, ennoblecerse todos los
sentimientos y salir sólo triunfantes la razón y la verdad”.
Fermín
Toro (discurso pronunciado al
inaugurar las sesiones en la Convención Nacional de Valencia de 1858)
“Nadie
echa vino nuevo en odres viejos; porque revientan los odres, y se pierden el
vino y los odres; a vino nuevo, odres nuevos”.
(Marcos
2: 22)
I.- Un momento crucial para México
México ha
despertado de su largo “letargo autoritario” (para utilizar la expresión del
profesor Manuel Alcántara). Y son estos momentos –los que han venido siendo
caracterizados como “de transición política”- los que permiten observar con
mayor claridad la operación de la teoría y de la historia constitucional en un
ámbito que, de ordinario, creemos reservado al frío y automatizado
normativismo.
Son
momentos en los que los conceptos científicos, que parecían enterrados por una
serie de prácticas frecuentemente viciosas, adquieren innegable realidad (y
suma utilidad en el terreno de la praxis). Soberanía, Estado democrático de
Derecho, Parlamento, Pueblo... en fin, categorías todas que parecen extraídas
de libros históricos para escolares se transforman en útiles herramientas
discursivas y en indispensables objetos de estudio. Y es que lo peor de las
tiranías, decía Borges, está en que fomentan la estupidez. Agregaríamos: y el olvido.
El
presidente mexicano Vicente Fox, cuyo mandato deriva de las primeras elecciones
presidenciales inobjetables en casi un siglo, ha llamado a realizar una
“revisión integral”[1] en la
Constitución del país septentrional. Cabe preguntar qué es lo que quiere
significarse con expresión semejante. No se trata, se nos aclara, de una
reforma total, de una substitución del actual texto constitucional (bajo cuya
operación pudo llevarse a buen puerto, con relativo éxito, la primera fase de
la transición). Y punto. Más allá de esta “no totalidad” es poco lo que podemos
saber. Ello obedece no solamente a la oscuridad de la expresión, sino a la
operación de la poco sana tradición reformadora que, obedeciendo al fetichismo
institucional-normativo típicamente hispanoamericano, ha convertido a la ley
fundamental mexicana en objeto de muy frecuentes y variopintas reformas,
subvirtiendo en gran medida su carácter superlegal. El 73% del articulado de la
Constitución de Querétaro ha sufrido algún tipo de alteración desde su
promulgación en el año de 1917. Los gobiernos del régimen de partido hegemónico
(1929-2000) ejercieron, merced a las dóciles mayorías parlamentarias con que
contaron -aunadas a la inoperancia de la participación local en la formación de
la voluntad federal- con singular fruición las facultades que en la materia les
confiere el artículo 135 de la propia Constitución. Durante el período
presidencial de Miguel de la Madrid (1982-1988) se reformaron cincuenta y nueve
artículos constitucionales. Correspondieron al mandato del presidente Ernesto
Zedillo cincuenta y ocho. Si bien estos números contrastan con las
modificaciones operadas durante los períodos de Emilio Portes Gil (1928-29, dos
artículos reformados) y de Adolfo Ruiz Cortines (1952-58, también dos artículos),
no lo hacen con las verificadas en tiempos de Luis Echeverría (1970-76, treinta
y nueve) y Carlos Salinas (1988-1994, cincuenta y uno)[2].
Cifras todas ellas que autorizan a replantear el camino que ha seguido el
constitucionalismo mexicano, y a hacerlo no solamente desde el punto de vista
reformador, sino (y quizá principalmente) desde el conceptual y teórico. En
pocas palabras, parece llegado el caso de cuestionar con seriedad lo que ha
venido siendo la actuación del Poder Constituyente “permanente”[3]
–que, por lo que se ve, ha emprendido más de una reforma “integral”- y
determinar, a la luz de la Ciencia y de la Historia del Derecho Constitucional,
si hacerlo operar de nueva cuenta es lo conveniente en el momento del despertar
democrático mexicano.
Desde
el punto de vista de la Ciencia y de la Historia, insistimos, pues sabemos muy
bien lo que la norma previene al respecto y no quisiéramos entrar en el
espinoso tema de los pretendidos “límites” a la acción del Poder Constituyente
mismos que en el caso de México, al menos desde un punto de vista estrictamente
legal, no existen[4]. El
análisis que pretendemos hacer se basa, más bien, en consideraciones de
oportunidad política y de experiencia histórica. El artículo 135 constitucional
(de clarísima raigambre angloamericana), que establece (para la reforma de
cualquier parte del articulado de la Constitución mexicana) la necesidad de
concurrencia del voto de las dos terceras partes de los legisladores presentes
en el Congreso con el de la mayoría de las legislaturas de los Estados
federados, ha de servirngs exclusivamente como referente necesario para la
reflexión histórico- política que pretendemos llevar a cabo. En este sentido, y
pensando que durante más de setenta años un mismo grupo dominó casi por entero
las Cámaras del Congreso de la Unión y los Congresos de los Estados (aún hoy el
mismo partido, ya como oposición a nivel federal, lo hace en dieciocho
legislaturas[5]) nos
preguntamos si el cauce señalado por el referido artículo fue el adecuado para
la correcta expresión de la voluntad soberana que, por mandato expreso de la
misma Constitución (artículo 39) corresponde “esencial y originariamente” (esto
es, exclusivamente) al pueblo de México.
Intentar
esbozar una teoría de la soberanía popular no es fácil. Habida cuenta de la
multitud de explicaciones que al respecto se han sucedido durante el desarrollo
del pensamiento filosófico jurídico y político, nos enfrentamos al problema de
que, en países como el que nos ocupa, la pretendida operación del mismo o no se
ha experimentado o ha traído consecuencias desalentadoras. Es difícil, por
ejemplo, que un pueblo auténticamente soberano se condene a lustros de inacción
política efectiva o permita que se hipoteque impunemente su futuro económico.
Mas, en fin, si lo que se quiere es claridad conceptual (y operatividad
política) no queda más que comenzar por los cimientos. La doctrina del Poder
Constituyente soberano del pueblo podría servir, entonces, para opinar si es o
no conveniente que a la reforma “integral” de la Constitución de 1917 que
propone el presidente Fox se llegue por el juego legal que señala el antes
mencionado artículo 135.
El
“leviatán mexicano”[6] no ha
conocido límites (al menos en lo interno). Los conocieron los dioses
mitológicos (pensemos en Zeus obligado a mantener la atroz promesa que causaría
la muerte de Sémele, o en Febo incapaz de negarse, habiendo empeñado su palabra
de honor, al fatal capricho de su hijo Faetón), el Dios de los judíos
(comprometido en repetidas ocasiones a guardar la alianza con su pueblo) y
hasta los emperadores y reyes cristianos (no en vano Juan Bodino, cuyo apellido
se halla tan íntimamente ligado a la idea de soberanía, esbozó su teoría como
parte de la lucha de un intelectual “tercer partido” opuesto tanto a las
pretensiones papales como a las regias). El camino de la limitación, sin
embargo, en ningún caso ha sido fácil. El poder no se resigna de buena gana a
verse limitado.
Los
Estados modernos, tras de diversas vicisitudes, han acabado por resignarse y
aceptar sus límites, marcadamente en el caso de aquellos que condicionan su
actuar frente a los individuos que los integran. En este sentido ha sido mucho
más “soberano” (es decir, mucho más limitador del accionar de su gobierno) el
pueblo francés de la Quinta República que el que disponía de la vida, de la
Historia y del futuro de la humanidad en la aciaga época del Terror
revolucionario. Los derechos fundamentales son, así, auténticas expresiones de la
soberanía popular. Si por “nación” no se entiende simple y llanamente el grupo
de seres humanos que la forman, no existe tal cosa como una “soberanía
nacional” y menos aun cuando quienes integran la “nación” no constituyen un
conjunto de individuos soberanos (libres, si se prefiere) hallándose, por ende,
impedidos para participar en la formación de la voluntad colectiva. La
soberanía popular de la que hablamos –vigilante y limitadora de sus gobiernos-
posee, en la Constitución, su cauce natural de expresión. Si la Constitución no
proviene del pueblo es regulación antijurídica. La Constitución democrática, en
cambio, es Derecho. Mejor: la Constitución es Derecho cuando es democrática.
Todo lo demás, dígase lo que se quiera, conduce a arar en el mar.
“Constitución”
es, así, límite que la soberanía del pueblo impone a la actividad del poder
político. Elemental en demasía, sostenemos que esta idea no peca de
reduccionista. Al fin y al cabo, sobre de ella se ha construido Occidente en
las dos centurias pasadas. México, por contraste, no ha podido implementarla en
forma satisfactoria, siquiera medianamente. En sus escuelas se siguen
explicando el contrato social y la antropomórfica legalidad soberana de Kelsen,
pero el mexicano se encuentra imposibilitado de participar en la gran mayoría
de las decisiones que, en teoría, deberían de tomarse por el ente soberano que
conforma al lado de sus pares. ¿Situación semejante a la que padecen el resto
de los pueblos occidentales? Sí y no. Sí, dado que parece claro que el ideal
rousseauniano de obedecernos a nosotros mismos obedeciendo la ley que
libremente nos otorgamos se halla cada día más distante. No, porque la mayoría
de los pueblos que han optado por los sistemas constitucionales poseen, en la
Constitución, una garantía de rigidez para sus decisiones soberanas. En mayor o
menor medida han participado en la confección de sus textos fundamentales y,
dado el carácter rígido de los mismos, poseen cierta confianza en que sus
decisiones no se verán alteradas sin que se les consulte (a ellos o a sus
descendientes). El caso mexicano, lo muestran con claridad las estadísticas, es
sumamente distinto. Si bien el fundamentalismo antidinámico que impide, en
razón de temores justificados o de tradicionalismos mal entendidos, adecuar el
texto legal constitucional a la variación de las situaciones no puede
considerarse benéfico, la falta de estabilidad en la letra de la norma suprema
no parece arrojar resultados positivos para los pueblos. Se corre el grave
riesgo de que el gobernante en turno utilice a la Constitución como plataforma
para su programa político[7]
y de que se termine por perder el respeto debido a la norma básica que se
convierte en una expresión más de la voluntad de la elite gobernante, variable
según los dictados del capricho y, en consecuencia, ajena a cualquier
consideración de esencialidad o trascendencia.[8]
Si a ello agregamos la poca participación efectiva que ha correspondido al
pueblo mexicano en la elaboración y adaptación de su Constitución, el círculo
vicioso se cierra.
El nuevo siglo ha llegado a México
con la esperanza de una nueva era, que para ser construida deberá contar con el
apoyo de todas las instituciones sociales y de la sociedad civil, de manera tal
que la única forma en que los cambios que se requieren pueden llevarse a cabo
pasa por la creación de canales y de formas que garanticen la participación de
todos los sectores de la vida política, social y económica mexicana. En el
debate sobre el país que se quiere la ciudadanía debe tener, necesariamente,
una participación de primer orden.
La actual Constitución de 1917
tiene, como hemos dicho antes, carencias democráticas irreconciliables con un
Estado Constitucional moderno; se impone una nueva Constitución que contenga
reglas de juego democráticas, conformes con las expectativas de la sociedad
mexicana. Para la “revisión integral” a la Carta Fundamental de Querétaro se
utilizaría el habitual mecanismo de reforma, esto es, el que prevé la misma
Constitución y el cual ha sido utilizado en infinidad de ocasiones. El problema
que subyace en esta posibilidad radica en que la redacción de lo que debería
ser una nueva Carta Fundamental utilizando este mecanismo, supondría una
negación al espíritu de participación que la actual transición proclama y que
el propio Jefe de Estado declara compartir; y aunque constitucionalmente esta
reforma sería válida podría conllevar problemas de legitimidad, por significar
una reforma más de las muchas que hasta el presente ha sufrido la Constitución
vigente.
El
problema que hemos señalado debe su existencia a un choque de principios que ha
sido estudiado por Pedro de Vega[9]:
el principio democrático -que durante varias décadas había sido prácticamente
inexistente en México- colisiona con el principio de supremacía y rigidez constitucional
que supone que la revisión constitucional sólo puede operar siguiendo la
formula diseñada en la Constitución vigente. El primer principio implica
aceptar la teoría del poder constituyente como un fenómeno de hecho y que, en
consecuencia, ha de ser explicado desde una perspectiva política; en cambio el
principio de supremacía constitucional es una categoría jurídica a la vez que
un presupuesto necesario para cualquier Estado de Derecho, ya que sirve para
fundamentar la explicación del sistema de fuentes y por ende la validez del
propio ordenamiento jurídico. Así pues, el quid del asunto está en tratar de
cohonestar el poder constituyente que, al ser un fenómeno de facto, se presenta
ilimitado (al menos en teoría) con el poder del constituyente permanente -el
mismo órgano del poder constituido que cumple funciones constituyentes, toda
vez que revisa la propia norma constitucional- que necesariamente tiene sus
límites[10].
II.- Pertinencia
de una Asamblea Constituyente mexicana
Para
tales efectos, la solución que creemos más viable radica en la convocatoria a
una Asamblea Nacional Constitucional, con representantes electos directamente
por el pueblo y con la misión de redactar un nuevo Texto Constitucional. La
Asamblea Constitucional no tendría ninguna limitación por parte del poder
constituido, pero tampoco podría tener injerencia en la dinámica de la vida
política ordinaria, toda vez que ésta sería ejercida por los órganos del Poder
Público federal, estatal y municipal con arreglo al orden constitucional
vigente. No negamos que esta posibilidad presenta inconvenientes desde el punto
de vista técnico, puesto que la figura no está contemplada constitucionalmente;
además, requiere de una voluntad política tal que permita llegar a aceptar que
la nueva Constitución sea el resultado de una Asamblea que trate de representar
a todos los sectores de la vida social mexicana y no sólo a una élite política
encerrada en una cúpula de cristal.
Con todo, los problemas e
inconvenientes son superables, incluso sin menoscabo de los requisitos de la
técnica constitucional. La implementación de una Asamblea Constitucional en
México tiene que ser necesariamente muy cuidadosa para no caer en los graves
errores que el Derecho Comparado Iberoamericano muestra y que han significado
un profundo sentimiento de frustración para algunos países de nuestro
continente.
¿Cómo
asegurar la efectiva concurrencia popular en el momento soberano por
excelencia, esto es, en el momento constitucional? El sentido común, en esto,
tampoco pide imposibles. Se trata simplemente de reconocer que, en Derecho
Político[11], la
verdad es diálogo, es parlamento[12].
El valor de la tolerancia (con su correlativo esencial, la ausencia de exclusión)
garantiza el acercamiento a la voluntad de la mayor parte de los individuos que
conforman la realidad estatal. Y en este proceso no debe despreciarse el valor
jurídico y político que posee el consenso.
La
historia constitucional mexicana es, por el contrario, la historia de la
facción y de la sordera. La representación mexicana en el Constituyente de
Cádiz, acaso la más brillante dentro del bloque americano, se topó con una
mayoría excluyente (la de los liberales peninsulares) que le impidió sacar a
flote su proyecto de integrar a las castas en la vida pública de las Españas.
Esta experiencia marcó sin duda la posterior confección de textos
constitucionales en México. Llegada la Independencia (1821) el Primer Congreso
Constituyente y el improvisado Emperador se enfrascaron en sórdida batalla cuyo
resultado fue la no redacción de Constitución alguna y la victoria del bando
republicano. El nuevo Constituyente, cuya cabeza sería uno de los diputados de
1812, Miguel Ramos Arizpe, se encargaría de imponer el dogma federal y de
denostar no solamente a los centralistas, sino incluso a los federalistas
moderados que pugnaban por evitar excesos en la imitación del modelo de los
Estados Unidos. Idéntico proceso, aunque en sentido inverso, puede observarse en
el Congreso que expediría, en 1836, las centralistas Siete Leyes
Constitucionales. De las Bases Orgánicas de 1843 no puede predicarse nada mejor
y, pasando por el frustrado Constituyente de 1842 y por la restauración federal
de 1847, llegamos hastiados de monólogo a la Constitución de 1857. Todo
envuelto en un permanente estado de zozobra, entre asonadas, motines y guerras
civiles, sin que liberales y conservadores, monárquicos y republicanos,
unitaristas y federalistas, pudieran avenirse en el seno de un Congreso
incluyente y tolerante. Lo que representaba la victoria para un bando se
traducía en derrota absoluta para el otro. La moderación y el justo medio (al
igual que los diputados que pretendían representar ambos valores) se vieron
sistemáticamente excluidos. Ocurrió así durante la guerra contra el Segundo
Imperio y al restaurase la República (1867). Ni qué decir del período
dictatorial del general liberal Porfirio Díaz (1876-1910). Tras un breve
espacio de diálogo abierto y tolerante (el de la democracia maderista,
1910-1913) “los Méxicos” volvieron a hacer colisión y el Congreso que discutió
en Querétaro la Constitución de 1917 no sólo excluyó a los sectores
conservadores tradicionales (Iglesia, terratenientes, detentadores de capital)
sino a todo tipo de reacción, entendiendo por tal –sin importar en absoluto el
aspecto ideológico- a cualquier enemigo de la facción “constitucionalista” que
triunfó en la Revolución.[13]
La situación -es evidente- no varió mucho al consolidarse los gobiernos
monopartidistas del siglo XX.
Frente
a esta realidad alienta descubrir que, en países de tradición semejante a la
mexicana, la política de la exclusión ha conseguido revertirse, si bien no sin
muchos trabajos. España, por ejemplo, basó la confección de su moderna Constitución
en la búsqueda del consenso. Se legalizó al Partido Comunista (en la Ponencia
constitucional laboró un destacado miembro del mismo) y se permitió intervenir
en el proceso a los restos del franquismo, Movimiento Nacional y Falange
incluidos. Ello sin contar a centristas e izquierdistas moderados[14].
El resultado: una Constitución técnicamente perfectible pero con una amplia
base de aceptación, cuya ambigüedad característica ha posibilitado
interpretaciones diferentes e incluso arriesgadas, siempre sobre la base de que
la última palabra ha de corresponder a un Tribunal Constitucional bien
cimentado en el reconocimiento de su auctoritas. La adaptación de las
disposiciones del texto supremo a la realidad político-social de la península
se ha operado sin necesidad de echar a andar un mecanismo de reforma que
resulta, de suyo, bastante complicado. El consenso inicial ha permitido, de
esta manera, una sana mutación constitucional. ¡Y pensar que las Cortes que, a
la muerte del dictador, expidieron la Constitución, ni siquiera se reunieron
originalmente con el carácter de constitucionales!
La
situación en México, tras las elecciones generales del dos de julio del 2000,
dista mucho de ser la adecuada para dejar de lado el consenso. A pocos
analistas escapa el hecho de que existen amplias capas ideológicas que carecen
de una representación parlamentaria más o menos proporcional a su importancia
en influjo entre la población. Así, mientras que lo que llamamos partidos “de
derechas”, en virtud de varios factores políticos[15]
(y no jurídicos, hay que insistir) se encuentran sobre-representados en los
órganos legislativos (que, como hemos señalado, tan importante papel desempeñan
en el funcionamiento del Poder reformador de la Constitución), las izquierdas
(bien por influjo de una candidatura presidencial poco exitosa, bien por su
carácter ajeno a la institucionalidad democrática) apenas han podido ocupar
pequeños espacios de influencia en el ámbito parlamentario. No es difícil
derivar de esta situación el hecho de que una “reforma integral” que partiera
del procedimiento señalado en el artículo 135 tendría pocas posibilidades de
proceder de un consenso lo suficientemente amplio. Del otro lado, la
conformación de un órgano constituyente ad hoc traería consigo no solamente la
ventaja de facilitar el diálogo tolerante entre fuerzas populares más
eficazmente representadas (se convocaría, desde luego, a elecciones específicas
en las que el grado de influencia de los factores anteriormente destacados
tendería a ser menor), sino algunos otros beneficios adicionales. Por ejemplo,
pienso en lo que significaría un procedimiento semejante en el necesario
proceso de recomposición de los partidos políticos nacionales o en el ámbito de
la inserción formal de los ejércitos clandestinos de reivindicación indígena –a
quienes habría que asegurar representación en el Constituyente- a la nueva
realidad democrática del país. Pocas circunstancias más favorables para
observar la realidad comunicante que existe entre la Política y el Derecho[16].
No
parece deseable, desde ningún punto de vista, el caer en la concepción de la
Constitución mexicana como programa político, aun cuando se trate del programa
de varias agrupaciones políticas y no del de una sola. Resulta paradójico, sin
embargo, que en México la temprana concepción de la Constitución como norma
jurídica[17] haya
derivado, en la práctica, en un voluntarismo faccioso. Y es que la norma
suprema, aunque tal, es norma y, como tal, ha sido vista en México como
susceptible de ser reformada al gusto de la voluntad autocrática[18].
Por ello es que el vincularla a la Política (mejor: a las políticas, esto es,
al pluralismo funcional) permite lograr un mínimo nivel de aceptación pública,
nivel que, a querer o no, condiciona la validez y la aplicabilidad del ordenamiento
jurídico considerado en su totalidad. De otra forma (incluida, desde luego, la
del Constituyente “permanente”) terminaremos por reincidir en la imposición y
la simulación[19] como
cauces pretendidamente jurídico-“constitucionales”. Un positivismo voluntarista
extremo acaba por llevar a interpretaciones dañosamente subjetivas. Además, los
sectores que quedan fuera del proceso político tienden (Chiapas lo demuestra
con bastante claridad) a cuestionar la validez del ordenamiento derivado de él.
Es, pues, necesario (no solamente desde el punto de vista de la ética, sino
desde el de la eficiencia política) hacer caso del consejo de Renán y proceder
a “excluir toda exclusión”, recordando siempre que negociar implica tener
presentes a todos los intereses en juego y que un auténtico espíritu de
consenso busca soluciones lo suficientemente sutiles como para no afectar, en
la medida de lo posible, a la mayor cantidad de intereses. La imposición no se
justifica. Ni aun el que provenga de la mayoría la justifica: como admite Luz
Marina Barreto, siguiendo el pensamiento de Rafael Caldera, “una Constitución
no puede estar al servicio de una mayoría, por más grande que ésta sea. Una
Constitución tiene que arreglárselas para no dejar fuera ni pisotear las
concepciones del bien y la libertad de elección del último de los ciudadanos,
sin descuidar a los que no han nacido todavía, ni a los infantes y
minusválidos”[20].
Un
Congreso Constituyente ad hoc permitiría, además, trasladar la discusión a
foros más amplios que los conformados por las Cámaras del Congreso Federal y
las legislaturas locales. La reforma sería discutida en ámbitos académicos y,
por una vez, los juristas mexicanos sentirían que no cae sobre de ellos la
terminante sentencia de Kirchmann en el sentido de que la Ciencia que
practican, debido precisamente a la contingencia de su objeto de estudio, se ha
transformado en contingente. Ello aseguraría al nuevo texto constitucional, de
paso, un mayor nivel técnico. En el mejor de los casos, los operadores
políticos tradicionales podrían continuar con sus actividades habituales y
ceder su lugar en las listas de candidatos al Congreso extraordinario a
personas más calificadas que ellos en lo que respecta a la organización
jurídico-política del Estado. Pero esto tal vez sería pedir demasiado.[21]
Virtud adicional
del procedimiento consensuado es la estabilidad de sus productos. El poder es,
por lo general, refractario a sujetarse a reglas continuas. El Derecho, siempre
que le sea desfavorable, debe (en su concepto) de cambiar. Frente a ello, la
entidad popular soberana posee una oportunidad en la naturaleza intangible de
su Constitución. Política, Historia y Ciencia jurídica vuelven a entrelazarse
al llegar a este punto. Si bien resulta extrema la afirmación de Agustín de Argüelles,
diputado a las Cortes de Cádiz, en el sentido de que “La Constitución realmente
(sólo) debe contener lo que se ha de observar en todos los tiempos”[22],
no cabe duda (y el caso mexicano lo pone de manifiesto con singular claridad)
que la permanencia relativa de los postulados constitucionales resulta
sumamente efectiva para evitar que el voluntarismo de Estado degenere en
arbitrariedad y en prurito reformador: “Es idea muy generalizada (Loewenstein,
Hesse) que para mantener su prestigio e, incluso, su eficacia normativa, las
Constituciones no deben reformarse con frecuencia”[23].
III.- Peligros
que puede conllevar una Asamblea Constituyente según nos enseña el Derecho
Comparado Iberoamericano
Aunque –es evidente- cada país posee
características especiales que lo diferencian de los demás, el Derecho
Constitucional Comparado nos permite sopesar
paralelismos y contrastes, lo que
puede servir para evitar los errores y aprovechar los aciertos cometidos
en otras latitudes en situaciones análogas a las que tenemos. En este sentido
varios son los ejemplos en Iberoamérica de países que han sido prolijos en
recurrir al “Poder Constituyente” a través de Asambleas Constituyentes. En
nuestro concepto los ejemplos muestran que los peligros que se presentan con
mayor frecuencia son los siguientes:
PRIMER
PELIGRO: El primer lugar común en el Derecho Comparado iberoamericano es el
hecho, casi sin excepción, de que el proceso surge en razón de una ruptura del
hilo constitucional, ya sea porque es el resultado de un proceso
revolucionario, de una situación de facto o de la actuación personal, pero de
dudosa constitucionalidad, del Jefe de Estado[24]. Esto genera, a primera
vista, una idea negativa de lo que puede significar el proceso constituyente,
ya que la experiencia nos enseña que ha supuesto, muchas veces, el abandono de
garantías constitucionales en sentido lato, como –sin ir más lejos- el propio
principio de supremacía de la Norma Constitucional.
Las constituciones poseen en su
propio ser mecanismos que hacen posible su reforma. Cuando éstos suponen un
grado de complejidad mayor al que ordinariamente se tiene para la creación de
leyes se dice que se está ante una Constitución rígida. Este es el caso de las
Constituciones peruana, mexicana, colombiana y venezolana y de la mayoría de
los textos fundamentales del mundo occidental. Con ello se salvaguarda el
principio de la primacía del Texto Constitucional frente a los actos de los
órganos de los poderes constituidos que pudiesen menoscabar su efectividad. Por
esta razón quienes creemos en la vigencia del Derecho formal como sostén del
Estado de Derecho no aceptamos la ruptura sin más del orden constitucional por
vías de hecho.
El caso peruano es muy ilustrativo
del peligro que estamos advirtiendo. Cierto día (5 de abril de 1992) el presidente Alberto Fujimori decide
efectuar lo que la crónica periodística llamó un autogolpe de Estado, y acto
seguido convoca a una Asamblea Constituyente que terminaría redactando una
Constitución a la medida de las necesidades políticas de la facción gobernante,
avalada por un referéndum que la dotó en ese momento de una legitimidad
indiscutible. Lo propio sucedió en Venezuela: en 1945 un movimiento
cívico-militar terminó con el Gobierno democrático del presidente Isaías Medina
Angarita y, acto seguido, la Junta "Revolucionaria" de Gobierno
convocó a una Asamblea Constituyente –legitimada democráticamente- que redactó
una nueva Constitución al amparo de la cual gobernaría el presidente Rómulo
Gallegos por menos de un año, ya que su período constitucional se vio truncado
por otro golpe de Estado tras del cual, por supuesto, se convocó otra
“Constituyente”. Cuestión muy distinta son los procesos constituyentes que se
presentan después del derrocamiento de dictaduras militares y que se hallan por
demás justificados en el hecho incontestable de que tenían que diseñar las
instituciones democráticas, inexistentes en regímenes de fuerza (el caso
español en 1978 es un buen ejemplo).
El hecho de que el líder carismático
de turno que ocupa la presidencia de la República sea en reiteradas
oportunidades el que convoque a una Asamblea Constituyente con posibilidades de
revertir el orden político se explica por el fenómeno del caudillismo en
América Latina, que halló una aparente explicación histórica[25] en el siglo pasado, pero
que actualmente no posee ninguna justificación. De cualquier manera el caudillo
o esa suerte de líder mesiánico sigue, aunque nos duela admitirlo, vigente en
la sociología política latinoamericana del siglo XXI, en desmedro de lo que
debería ser un régimen institucional. Muchos son los casos que el Derecho
Comparado nos muestra en los que la iniciativa presidencial a este respecto va
acompañada de una flagrante violación a la Constitución vigente y un duro golpe
a la legitimidad de otras instituciones. El resultado es un fortalecimiento
nocivo de la figura del Presidente en detrimento del Parlamento o de los
órganos del Poder Judicial.
Es el caso del presidente venezolano
Hugo Chávez Frías, quien convocó mediante un decreto a un referéndum para que
el pueblo se pronunciara sobre la convocatoria a una Asamblea Nacional
Constituyente, a través de una suerte de cuestionario que debía ser respondido
“SÍ” o “NO”[26]. En este proceso
constituyente, en el cual se invocó hasta la saciedad al “pueblo” como titular
de la soberanía, se vio desde el principio la clara intención del presidente de
llevar el control de todo el proceso, pasando por alto las previsiones que la
Constitución de 1961 al respecto establecía. Basta con mencionar, para demostrar
lo anterior, la pregunta segunda del artículo Nº 3 del mencionado decreto, que
rezaba así:
¿Autoriza usted al
Presidente de la República para que mediante un Acto de Gobierno fije, oída la
opinión de los sectores políticos, sociales y económicos, las bases del proceso
comicial en el cual se elegirán los integrantes de la Asamblea Nacional
Constituyente?[27]
No creemos necesario hacer mayor
comentario al respecto de esta pregunta, que por sí sola se explica (y explica
muchas otras cosas). El decreto de convocatoria al referéndum tenía como
principal fundamento, de conformidad con la exposición de motivos que lo
acompañó, dos decisiones tomadas el 19 de enero de 1999 por la otrora Corte
Suprema de Justicia, además del supuesto “compromiso moral y político con el
pueblo venezolano” y la previsión del referendo en la Ley Orgánica del Sufragio
y Participación Política, en concordancia con el artículo 50 de la Constitución
de 1961.
En Colombia, el presidente
colombiano César Gaviria convocó a una Asamblea Nacional Constitucional a
través de un decreto que invocaba el Estado de Sitio. El caso no puede, en
principio, compararse con el venezolano, puesto que en Colombia el Ejecutivo
actuó legitimado por todo un consenso nacional no sólo del cuerpo electoral sino
de la gran mayoría de las instituciones del país; Sandra Morelli Rico afirma
que “no habría podido el jefe del ejecutivo, cualquiera que fuera
independientemente de su liderazgo popular, convocar un proceso de reforma a la
Constitución o de sustitución total del texto hasta entonces existente. El
consenso previo era indispensable, además, porque se iba a hacer uso de la
institución del estado de sitio, institución generalmente concebida y utilizada
para mermar la legalidad, las garantías ciudadanas y los espacios democráticos,
esta vez para convocar una instancia extraconstitucional –la Asamblea
Constituyente- , lo que hacía todo el proceso particularmente sui generis y
complejo”[28]
Admitido lo anterior, es necesario
profundizar en los paralelismos y contrastes existentes entre el caso
venezolano y el caso colombiano. En ambos procesos los presidentes propulsaron
la convocatoria a la Asamblea Constituyente. Pero mientras que el presidente
Gaviria obtuvo por consenso un acuerdo entre partidos políticos para convocar
por decreto, y en virtud del Estado de sitio, a la que en principio se debía
llamar Asamblea Constitucional, el presidente Chávez se apoyó en su aplastante
triunfo electoral y en el inmenso respaldo popular, avasallando a las minorías
y a las instituciones por igual; al final, y a pesar de los contrastes, ambos
mandatarios incurrieron en actos que bien podríamos calificar de
inconstitucionales, comenzando por emprender una reforma de la Constitución a
través de mecanismos no previstos por el texto fundamental vigente. En cierta
manera, desde el punto de vista político, los verdaderos “héroes” en estos
procesos eran estos dos señores y no las instituciones sociales, como había
sido el caso, por ejemplo, de la Constitución de Venezuela de 1961 o es el de
la Constitución Española de 1978. Esto nos lleva al segundo peligro existente.
SEGUNDO PELIGRO: El debilitamiento institucional. Se trata de
un problema que es necesario afrontar con sumo cuidado. El fortalecimiento de
las instituciones debe ser un fin primordial a ser tomado en cuenta en cada una
de la fases del proceso constituyente que se quiere para México. Ese
fortalecimiento debe darse dentro de dos percepciones del concepto de
institución que no por ser diferentes se deben entender como excluyentes; por
una parte la idea de institución como entramado orgánico que cumple una función
entendida como positiva para la sociedad y en donde cada individuo o cada
elemento cumple un papel determinado. Por otro lado, la idea de institución que
se refiere a un orden que la sociedad acepta como positivo, constituyéndose en
un mecanismo de control social. Un ejemplo de la primera idea de institución
serían los órganos constitucionales (Congreso Nacional, órgano judicial, órgano
electoral, presidencia de la República) y de la segunda tendríamos al Derecho
mismo, en este caso específico la Constitución como Norma Fundamental.[29]
Se debe buscar, pues, una
legitimación de las instituciones a través de un proceso constituyente que las
armonice con las necesidades democráticas de la sociedad mexicana, pero sin
menoscabo del orden constitucional vigente, el cual ha sido el fundamento
jurídico con el que se ha podido llegar a este momento histórico. Esto se debe
hacer respetando las reglas constitucionales vigentes y a la vez haciendo caso
del clamor de participación de una sociedad madura para emprender los retos que
la democracia plantea. En otras palabras: si el proceso constituyente se
desarrolla dentro de cauces democráticos, pero con graves visos de inconstitucionalidad, aun
cuando se realice en forma pacífica supondrá un serio desgaste institucional.
Regresemos al Derecho Comparado. En los casos
de Colombia y Venezuela que hemos señalado los máximos Tribunales de Justicia
de ambos países intervinieron en los debates que los inminentes procesos
constituyentes suscitaron, con sentencias que pretendieron barnizar con una
apariencia de constitucionalidad a los decretos que prescribían la convocatoria
a las Asambleas Constituyentes. De esta forma se evitó, aparentemente, que el
proceso que ya estaba en marcha se detuviera y se creara una crisis
institucional. Pero podríamos decir que al final se deterioró, en el caso
venezolano el cimiento institucional -ya de por sí maltrecho en ese momento-,
en el caso colombiano la seguridad jurídica y en ambos casos el principio de la
primacía de la Constitución. En Colombia, la propia Morelli Rico reconoce que
la sentencia de la Corte Suprema de Justicia de ese país declaró constitucional
la convocatoria a la Asamblea Constituyente, cuando en realidad no lo era; pero
al mismo tiempo considera que de esta manera se logró que dicho proceso
constituyente fuera “una fiesta de la democracia”[30].
No
se trata de pretender que la Jurisprudencia sea tan sólo “boca de la Ley”, como
lo quiso el Estado Liberal Burgués, porque muy por el contrario creemos en su
función de garante activo de los derechos y del ordenamiento en general. Es
incontestable, sin embargo, que la Jurisprudencia debe velar porque los valores
institucionales salgan fortalecidos a través de la resolución del caso en
cuestión, cohonestando los valores democráticos pero sin golpear las formas que
la Constitución prevé. “La interpretación jurídica es la búsqueda de la norma
adecuada tanto al caso como al ordenamiento”[31].
Es harto conocido que ha sido la
Suprema Corte de los Estados Unidos la que ha permitido, con reticencias y
hasta con críticas exacerbadas muchas veces, la adaptación del texto
fundamental de 1787 a los cambios que el tiempo va introduciendo en la vida social.
Pero hay que estar atentos, porque si bien es verdad que la Suprema Corte ha
actuado muchas veces con criterios políticos, a través de una jurisprudencia
que ha permitido la adecuación de la Constitución al fenómeno de la relatividad
de las instituciones, no es menos cierto que lo ha hecho para mantener la vocación de permanencia que el concepto de
Constitución –como institución jurídica- lleva implícito, y entre otras cosas
también porque su mecanismo de reforma no hubiese permitido tal transformación.
Con razón dice Miguel Carbonell que “la práctica jurisprudencial
estadounidense, a la hora de interpretar la Constitución y sus enmiendas –con
un activismo judicial que ha sido cuestionado más de una vez-, ha permitido no
sólo la supervivencia del texto (se trata de la Constitución más antigua y que
todavía se mantiene vigente), sino la posibilidad de conservar un código
relativamente actualizado y que, después de más de doscientos años de haber
sido expedido, cuenta con poco menos de treinta enmiendas”[32].
En su polémica –lo admitimos-
revisión judicial, el máximo tribunal de los Estados Unidos ha logrado un
fortalecimiento de sus instituciones. Podríamos
convenir, aunque con reservas, que en Colombia la Corte Suprema de
Justicia tampoco tenía salida porque era un proceso que se veía imparable y
todos los sectores de la vida pública eran conscientes de que debían emprender
una reforma que remozara las instituciones en medio de unas circunstancias
dantescas. Por eso se vio obligada a realizar todo un razonamiento, con una
sentencia del 9 de octubre de 1990, que concluye en aceptar que para poder
conseguir la paz era necesario aceptar la constitucionalidad del Decreto 1926
de 1990, sin importar su falta de correspondencia con la Constitución vigente.
Pero el voto salvado que suscribieron 12 magistrados nos demuestran lo no sólo
lo cerrado de la votación sino la diatriba entre la legitimidad democrática y
el Principio de Primacía Constitucional. El voto salvado rescata la misión de guardián de la Constitución del
Juez Constitucional y critica la sustentación de la sentencia en razones
políticas.
Esta
diatriba fue resuelta por el Máximo Tribunal venezolano, también con argumentos
políticos, pero esta vez sin justificación, porque en este caso sí existían los
canales constitucionales pertinentes y se obviaron deliberadamente. Las
sentencias de la extinta Corte Suprema de Justicia del 19 de enero de 1999 que
sirvieron de fundamento para el comentado Decreto del presidente Chávez,
interpretaron en forma acomodaticia y por lo tanto discutible, los artículos 4
y 50 de la Constitución venezolana de 1.961 y el artículo 181 de la Ley
Orgánica sobre el Sufragio y sobre la Participación Política, lo que trajo
consigo el debilitamiento del Poder Judicial y del entramado institucional en
general, y el fortalecimiento de la figura de Hugo Chávez Frías.
No corresponde a este trabajo tratar
de analizar la actuación de la extinta Corte Suprema de Justicia venezolana a
través de sus dos sentencias de 1999 -calificadas como poco coherentes en su
argumentación y en su claridad conceptual por el distinguido profesor italiano
Alessandro Pace[33]-;
pero si podemos destacar el peligro de tratar de hacer actos de magia, a través
de sentencias que no pueden avalar procesos “democráticos” sin vulnerar a la
Norma Fundamental, y aunque el Derecho es un medio y no un fin sirve como
garante precisamente para evitar la anomia y garantizar un orden fundamental en
países que pretendan tener un desarrollo posterior hacia un Estado
Constitucional.
Sobre el caso venezolano sólo podemos decir
que la Corte Suprema de Justicia, asumió unos conceptos equivocados al
equiparar la soberanía popular contenida en el artículo 4 de la Constitución de
Venezuela de 1961 con el ejercicio del Poder constituyente, consagrado en el
Título X ejusdem[34];
porque también consideró el Derecho de los ciudadanos a participar en una
Asamblea Constituyente, a través de la figura del referéndum que preveía la Ley
Orgánica citada, como consagrado en el artículo 50 de la Carta Fundamental que
comentamos[35].
Pace anota como la primera “inexactitud” de las sentencias esta identificación
entre poder constituyente y soberanía popular reconocida en la Constitución, ya
que “el primero es un poder de hecho e ilimitado; la segunda –en cuanto
reconocida por la Constitución- se descompone en poderes jurídicos y derechos
fundamentales, ambos esencialmente limitados”.[36] Es por esto que
compartimos la conclusión de Rafalli Arismendi cuando dice que se ha creado un
precedente que podría permitir “acudir, al poder soberano originario, con una
frecuencia tal que propicie en el país un estado de anarquía, ingobernabilidad,
e inestabilidad”[37] ,
lo cual nos lleva a pensar en el tercer peligro.
TERCER
PELIGRO: Cuando la sociedad presiona reclamando cambios estructurales, el
Derecho tiene que asumir su carácter de producto social. El hacer caso omiso de
estos reclamos por parte del status quo puede traer como consecuencia lo que
estamos describiendo. No olvidemos, por ejemplo, que el sistema institucional
colombiano antes de 1991, por demás agostado, había frustrado en dos ocasiones
los deseos de cambio de la sociedad colombiana, que pasaban por intentar
reformar la Constitución.
Podemos
llegar a la siguiente reflexión ¿por qué la extinta Corte Suprema de Justicia
de Venezuela pudo crear una forma distinta a la diseñada por el constituyente
del 61, cuando en realidad no tenía competencia para ello, y no se permitió al
Congreso que acelerara el mecanismo de Reforma Constitucional, a tenor del
Título X? De esta manera no se habría vulnerado el artículo 250 de la Carta
Fundamental de 1961, que establecía que la Constitución no perdería vigencia
cuando su inobservancia fuera la consecuencia de la utilización de medios
distintos a los previstos por ella, en cuyo caso todo ciudadano quedaba
facultado a luchar para restablecer su vigencia.
De
hecho en 1989, durante el gobierno del presidente Carlos Andrés Pérez, se
constituyó la Comisión Bicameral de Revisión Constitucional del Congreso de la
República, la cual entregó en 1992 un
proyecto de Reforma que debía ser aprobado por el Congreso, pero que
lamentablemente no llegó a buen puerto porque no hubo, principalmente, voluntad
de los partidos políticos, demostración de una ceguera política imperdonable[38]. Esta ceguera se
manifiesta cuando no se perciben las transformaciones que la sociedad ha
sufrido. Creemos que en el caso de México son más que evidentes y es la hora de
que los partidos políticos asuman su responsabilidad y den un voto de confianza
al pueblo mexicano. En los párrafos sucesivos procuraremos señalar un posible
camino para ello.
IV.- Nuestra
propuesta
Apelemos
de nueva cuenta al Derecho Comparado. En 1992 la Comisión Bicameral para la
Revisión de la Constitución de Venezuela, presidida por el entonces Senador
Vitalicio Rafael Caldera, entregó un proyecto de reforma constitucional, que
como ya dijimos, no logró nunca ser aprobado. Dicho proyecto recogía la
posibilidad de la convocatoria a una Asamblea Constituyente, “Que a juicio de
la Comisión tendría el poder originario, en el caso de que el pueblo así lo
decidiere. Se establece de esta manera un mecanismo para que sin romper la
continuidad jurídica del Estado venezolano, se
pueda llegar a decidir, si el pueblo así lo considera necesario, la
renovación total de la Carta Fundamental y el funcionamiento y estructura de
los Poderes Públicos”[39].
Se trataba de una verdadera reforma
constitucional democrática, puesto que era, a una vez, una apuesta por el
pueblo como legitimado para convocar a la Asamblea Constituyente, y por la
Constitución de 1961 que se encargaría de regularla según sus propios
mecanismos. Es decir, que la Asamblea Nacional Constituyente aparecería como un
nuevo mecanismo, distinto de los existentes desde 1961. Aunque el propio
Presidente de la Comisión que redactó el Proyecto de Reforma no era partidario
de la Asamblea Constituyente, por considerarla “la forma más típica de la
democracia representativa y no participativa, porque el pueblo pone su destino
total en manos de ochenta, cien o doscientas personas, para que ellos decidan
la forma del Estado, la integración de las Comisiones, todo lo que se le pueda
ocurrir, porque teóricamente el Poder constituyente es ilimitado.”[40], el Proyecto recogió la
figura en cuestión, la cual ya había sido objeto de numerosos debates y ya
estaba como una de las salidas democráticas a la crisis más señalada.
Esta vía no implicaba la ruptura del
orden constitucional vigente, ni tampoco la negación del deseo de
transformación que existía. No entendemos –dado que no lo explica, sólo lo
menciona- el desacuerdo del Profesor Alessandro Pace, cuando considera
esta posibilidad desacertada[41]. Se trataba de acudir al
pueblo, con las reglas de juego que el mismo había impuesto (la Constitución de
1961 fue el ensayo democrático institucional más importante de la Historia
Constitucional de Venezuela y uno de los más significativos de la Historia
política del presente siglo en Iberoamérica), para replantear el Estado que se quería y que
evidentemente era distinto al de hacía 40 años.
En el caso mexicano tenemos una
Constitución que si bien no es conforme con
las exigencias de la sociedad mexicana actual, en la última elección ha
resultado, en nuestra opinión, relegitimada. México tiene ante sí esta
posibilidad, puede crear y regular, mediante una reforma a la Constitución de
1917, la figura de la Asamblea Constitucional; si se sigue el procedimiento que
prescribe la Carta Fundamental mexicana (que en la práctica ha resultado ser
más sencillo de lo que se pudiese pensar) se crearía esta posibilidad de
convocatoria, a través del sufragio. Nos ahorraríamos un pronunciamiento
judicial con un basamento político, porque todo habría sido hecho conforme a la
tesis del constituyente permanente. Sería una Asamblea Constitucional fruto del
acuerdo institucional y de la participación popular, la combinación, nada
fácil, de democracia representativa y democracia directa.
¿Cuáles
serían en México las características de esta Asamblea Constitucional? La
pregunta resulta sumamente compleja, pero podemos adelantar algunas reflexiones
para comenzar a dar puntos que sirvan al debate que, al respecto, se tendrá que
dar
En primer lugar, la Asamblea
Constitucional que diseñe el Constituyente permanente podría ser convocada por
el Presidente de la República, con la aprobación de las dos terceras partes de
los miembros de ambas Cámaras del Congreso Federal. Evidentemente la
participación del Congreso en esta fase poseería un valor más bien simbólico,
puesto que, al votar la reforma por la vía del artículo 135 constitucional ya
habrán concurrido las voluntades de los dos tercios de ambas Cámaras, así como
de la mayoría de las legislatura locales. No obstante, no carece de importancia
que el proceso no sea visto como emanación exclusiva o concesión graciosa del
Ejecutivo federal[42]. Pensamos que el
procedimiento electoral que se diseñe en México, a los efectos de esta
convocatoria a la Asamblea Nacional Constitucional debe favorecer la pluralidad.
Es decir que no bastará con que se llame a elecciones para que se elijan a unos “representantes”, sino
que dicha formula electoral debe permitir que todos los sectores de la vida
nacional tengan realmente la oportunidad
de participar directa o indirectamente en el proceso constituyente. La
representación proporcional de las minorías es indispensable, porque puede servir para que sectores de la
sociedad preteridos en sus derechos, se sientan también partícipes del proceso.
Nos reiteramos en la convicción de que la Constitución no debe servir para que
se utilicen las mayorías circunstanciales en perjuicio de la pluralidad
existente en México. Así las cosas, la Constitución nueva será el producto del
consenso y no de una mayoría aplastante, de tal suerte que será la Constitución
de todos los mexicanos.
Con respecto a la conformación que
tendría esta Asamblea, creemos que debe ser unicameral, conformada por
“Representantes” elegidos por sufragio y con los mismos requisitos que se
necesitan para ser diputado. Todos los Estados de la Unión deberían tener por
lo menos dos Representantes. Debe establecerse un sistema de incompatibilidades
que impida que un funcionario público pueda ser elegido representante a la
Asamblea Constitucional, a no ser que dimita de su cargo un mes antes de la
convocatoria a esta elección extraordinaria.
Otro punto que puede resultar álgido
es el referido al carácter originario del poder de la Asamblea Nacional
Constitucional. El Proyecto de Reforma venezolano, como se vio, sí lo declaró
originario, aunque le puso límites –incluso temporales-. Lamentablemente la
experiencia, con el manejo del término “originario” ha sido nefasta. En
Colombia, por ejemplo, la Asamblea Constitucional se cambió el nombre por
Constituyente, asumió un carácter pretendidamente originario y decidió eliminar
al Congreso Nacional. Peor cosa sucedió en Venezuela, donde el caos y la
inseguridad jurídica impuestos por una Asamblea Nacional Constituyente, dieron
paso a una de las más grandes aberraciones que el Derecho Constitucional
moderno ha conocido[43]. Nosotros creemos que se
debe tener extremo cuidado con el concepto, ya que está demostrado que
despierta tentaciones totalitarias.
Esto significa que por “poder
originario” se debería entender, por lo menos a nuestros efectos, la facultad
de dictar una nueva Constitución sin estar sometida a ninguno de los órganos
del poder constituido. Pero en ningún caso, se podría pensar en que la Asamblea
Constitucional Mexicana no tendría limitación alguna. La propia reforma de la
Constitución de Querétaro establecerá unas limitaciones que, como dijimos
antes, regularían y limitarían a la Asamblea Constitucional. Dichas
limitaciones podrían ser:
1.- Con respecto al
fin de la Asamblea Nacional Constitucional.- Su finalidad es, únicamente, la de
redactar un nuevo Texto Constitucional que sustituya a la actual Constitución,
en razón de lo cual no puede, bajo ningún concepto inmiscuirse en la vida
política ordinaria, para la cual ya se encuentran los órganos del Poder Público
constituido, electos limpiamente y regidos por la Constitución de 1917. Queda
claro que mientras no entre en vigencia la nueva Constitución seguirá rigiendo
la Constitución de 1917. Por supuesto que no pretenderán los órganos del Poder
constituido interferir tampoco en las labores de la Asamblea; al respecto la
Reforma Constitucional debe establecer prohibiciones que impidan al Congreso o
al Presidente su interferencia. La labor del Presidente debe ser netamente
institucional en lo que al proceso constituyente se refiere, pero en ningún
caso puede intervenir como parte en el mismo, ni en los comicios electorales
para elegir a los representantes ni en la labor de la Asamblea, una vez
elegida. Desde luego –sobra decirlo- el principio democrático-consensual debe
quedar de manifiesto a través del sometimiento del texto que resulte de la
labor de la Asamblea a la aprobación popular por la vía del referéndum.
2.- Con respecto al
contenido de la nueva Carta Fundamental que van a redactar.- No sólo están los
Tratados Internacionales suscritos válidamente por México[44], sino que también se
deberá tomar en cuenta los valores que la actual Constitución posee. Piénsese,
por ejemplo, en los Derechos Sociales, materia en la cual México ha sido
pionero en el mundo o también en el tema de la no reelección, cuestión que
forma parte de la historia constitucional mexicana y que constituye un freno,
quiérase o no, a las pretensiones continuistas de los líderes carismáticos (no
estamos totalmente seguros de que esto pueda ser un valor trascendental ya que
hay opiniones muy respetables, que apuestan por la posibilidad de reelegir al Presidente). El
tema de la forma de Estado resulta un tanto obvio, pero merece la pena
destacarlo; México es y seguirá siendo una República[45]; es también un Estado
Federal, ¿podría pensarse en un Estado fuertemente centralizado? Desde luego
que no; en cuanto a la forma de Gobierno, sí es posible entablar un debate que
afirme la necesidad de establecer un sistema parlamentario, o un sistema mixto,
o quizás un sistema presidencial sometido a controles efectivos que hagan
desaparecer las facultades metaconstitucionales del presidente de las que habla
el profesor Jorge Carpizo y que en buena medida han desaparecido gracias a la
operación del juego democrático.
3.- Límites
Temporales.- La Asamblea Constitucional no puede perpetuarse, porque también
traería una sensación de inseguridad jurídica y política, ante la incertidumbre
de lo que pueda cambiar con la nueva Constitución. La duración de un año que la
Comisión venezolana para la Reforma Constitucional establecía nos parece
prudente.
Es
sumamente importante que este proceso constituyente salga adelante, y si por un
lado la nueva Constitución debería
mantener la figura de la Asamblea Constitucional como mecanismo de
reforma Constitucional, se deben tomar todas las precauciones para que sólo se
pueda llegar a él en situaciones que resulten un tanto extremas. Por esto debe
mantenerse la figura del constituyente permanente como medio idóneo para las
reformas que no afecten al Texto en su conjunto, pero no para “incorporar
intereses coyunturales o, simplemente, la visión particular que cada presidente
ha tenido sobre las cuestiones que debe
contener una Constitución”[46]
Las
instituciones sociales, y muy especialmente las instituciones jurídicas deben
mantener una actualización que no destruya su vocación de permanencia. Esta
característica de relatividad y de permanencia a la vez de la Constitución, la
explica Rafael Caldera de la siguiente
manera: “Absurdo sería pretender una Constitución eterna. Absurdo sería
pretender encadenar el progreso o someter a la nación a una guerra civil cada
vez que sea necesario transformar el texto constitucional. Doloroso sería, por
otro lado, dar la impresión tan fundamental como la Constitución, sujeta al
vaivén de los acontecimientos”[47]
Hasta aquí lo
escrito ha tenido por finalidad convencer de la conveniencia de partir de un
Constituyente originario al momento de proceder a la “reforma integral” de la
Constitución mexicana. Hay que reparar, sin embargo, en que no es el
procedimiento de su creación lo que hace más o menos democrática a una
Constitución. Su racionalidad y justificación material sólo puede provenir de
su contenido (y no de un Constituyente ad hoc, ni de un Consejo de sabios, ni
de la sujeción de su aprobación a un plebiscito o a un referéndum). Con todo,
creemos que el contenido democrático de la Constitución posee posibilidades
mucho mayores de aflorar en un ámbito que niega que la categoría fundamental de
lo político se halle en la schmittiana determinación de la relación
amigo-enemigo, esto es, en la exclusión del contrario, para dar prelación a la
discusión tolerante y al acuerdo incluyente. En estas materias pareciera ser cierta
aquella sentencia que reza “origen es destino”, y una Constitución discutida y
aprobada con base en un pluralismo que desde hace varios lustros es en México
una realidad innegable bien puede transformarse en el ansiado marco que permita
el adecuado desenvolvimiento del proceso político cotidiano. En la manera de
discutirse los grandes temas de la organización constitucional mexicana va
implicada buena parte del éxito de la propia organización.
De
entre la multitud de temas que deberán ser analizados en detalle durante el
proceso de reforma (sistematización y ampliación del régimen de derechos
fundamentales, consolidación del Estado social democrático de Derecho,
canalización y fiscalización eficiente del gasto social, jefatura del Estado,
racionalización de la administración pública, fortalecimiento del Congreso,
reelección de legisladores, operatividad del control de la constitucionalidad,
funcionamiento eficaz y ejemplarizante del régimen de responsabilidades de los
funcionarios públicos, introducción de la garantía de reserva de ley orgánica,
liderazgo en el proceso de integración de Iberoamérica, principios de Derecho
Internacional Privado, estados de excepción, y un largo etcétera) hemos elegido
uno que, junto con sus ramificaciones, bien puede servir como eficaz ejemplo de
la necesidad de consenso que conlleva el procedimiento reformista. Nos
referimos al tema del federalismo funcional, cuyas implicaciones son tantas que
no creemos que logre llegar a buen puerto a menos que la estrategia de consenso
se respete. Y en este caso la dialéctica de la discusión tolerante se impone no
solamente sobre los órganos federales sino (como ya se habrá adivinado) sobre
los factores locales.
Con
cierta amplitud se ha venido discutiendo acerca de la racionabilidad que
comportaría una eventual transformación de los regímenes presidencialistas
latinoamericanos en sistemas de corte parlamentario. La discusión es
interesante y es verdad que no se ha llegado a conclusiones plenamente
satisfactorias en ninguno de los dos bandos que la abordan.[48]
Sin necesidad de entrar al debate, podemos delinear algunas pautas generales
que podrían transformarse en válidas estrategias jurídico-políticas de acción.
La
propuesta de federalismo funcional pasa por consolidar a las fuerzas políticas
locales, bien se trate de expresiones menores de las tendencias nacionales,
bien de grupos estrictamente regionales que sostengan reivindicaciones y
proyectos particulares. En tal estado de cosas los sujetos del consenso
reformador se multiplican y la estrategia ha de buscar ser lo más abierta que
se pueda. Algo que satisfaga a la mayor cantidad posible de intereses y que no
caiga en el fetichismo reformista que transforma el texto literal buscando, con
lujo de cinismo, su inoperancia en el terreno de las realidades.
Un
elemental realismo político exige no aventurarse a intentar soluciones
temerarias que, por exceso de candor, deriven en problemas mayores que aquellos
que se pretende zanjar. Entender a la búsqueda de consenso en su sentido
dinámico puede cimentar principios de solución más sólidos y eficaces. Así, el principio
dispositivo ha permitido a las regiones españolas acceder a un cierto grado de
autonomía siempre y cuando así lo deseen (al menos tal parece haber sido la
intención del Constituyente de 1978). En este caso, el consenso dista mucho de
agotarse en un instante fundacional único para extenderse en el tiempo: nada se
impone, todo se decide por parte de los directamente interesados. Algo
semejante podría ocurrir con el federalismo mexicano para conectarse, de paso,
con la cuestión de la necesaria abolición de caciquismos y caudillajes. El
artículo 116 de la Constitución mexicana impone a los Estados miembros de la
Federación la obligación de organizarse bajo un régimen de corte republicano
presidencialista, a imagen y semejanza del que rige a nivel federal. Con la
peculiar preeminencia de los ejecutivos estatales, la organización local
reproduce los rasgos caciquiles que priman a nivel central, con la
característica especial de que los gobernadores locales, hasta hace poco tiempo
miembros todos de una misma organización partidista nacional, han tendido a
convertirse en subordinados del Ejecutivo de la Unión. En este, como en otros
muchos casos, el presidencialismo mexicano ha alcanzado rasgos de auténtica
patología.
Así
es que caciquismo local, presidencialismo omnímodo y federalismo nominal son
tres de las realidades con las que los políticos y los juristas mexicanos
habrán de encararse a la hora de plantear una reforma al texto de Querétaro. De
tales realidades, como de las otras que hallen y sepan interpretar, tendrán que
derivar las soluciones normativas que consideren adecuadas y eficaces. Ninguna
lo será si parte de la imposición, como hemos procurado demostrar. No alcanzará
la necesaria adhesión ni entre las elites partidistas del centro ni entre las
diversas fuerzas regionales. En cambio, ciertas reformas constitucionales
podrían implicar a los factores políticos en la siempre precaria y continua
construcción del consenso por el camino del acuerdo. Una propuesta práctica:
reformar el artículo 116 para permitir que los Estados que así lo deseen se
constituyan en regímenes parlamentarios de gobierno, a través del ejercicio de
un derecho de disposición semejante al que existe para el caso de las
autonomías españolas, sin perjuicio de que el gobierno federal conserve por el
momento su corte presidencial.[49]
La
propuesta no es novedosa siquiera. La Historia da cuenta de sistemas federales
en los que han convivido no sólo estados miembros de carácter presidencial con
otros de orden parlamentario, sino incluso pequeñas repúblicas con monarquías.[50]
Sin mayor éxito, es cierto. Pero en el México actual la propuesta no deja de
ser atractiva, en tanto que ofrece cauces novedosos al desarrollo institucional
del proceso político y salida a problemas estructurales de ninguna manera
desdeñables. Los estados más audaces o aquellos que consideren que su régimen
democrático se halla en una fase más avanzada podrían atreverse, sin presión
alguna, a ensayar la nueva forma de gobierno, generalmente más estable que la
presidencial dado que permite la formación de gobiernos más duraderos y la
consiguiente consolidación de los proyectos administrativos. Por su parte, los
partidos políticos experimentarían, a no dudar, un importante aprendizaje en lo
que se refiere a labores parlamentarias y de gobierno de tal forma que, con
este parlamentarismo periférico y gradual, se conculcaría uno de los mayores
peligros que los enemigos del establecimiento de regímenes parlamentarios en
América Latina han señalado: la inexistencia de un régimen plural y consolidado
de partidos políticos. En lugar de festejar o llorar lo ocurrido el dos de
julio del año pasado, las izquierdas y las derechas mexicanas podrían ocuparse
en tareas más constructivas como, por ejemplo, la comprensión de la dinámica
parlamentaria como fórmula para el acuerdo y la estabilidad de los gobiernos.
Con el tiempo, el federalismo mexicano podría transformar sus estructuras[51]
y el principio dispositivo (principio que implica, como pocos, la disposición
al diálogo tolerante y respetuoso) podría llegar a hacerse extensivo a la
realidad de las regiones mexicanas, más auténtica que la de los frecuentemente
artificiales estados federados y que, sin embargo (como ha denunciado el
historiador Luis González y González) ha sido preterida en todos y cada uno de
los textos fundamentales mexicanos. Piénsese por un momento en lo importante
que resultaría para los municipios indígenas el poderse relacionar con otros
municipios de su misma región y de características similares sin tener que
preocuparse por la mediación de el o los gobiernos estatales en cuyas fronteras
se encuentren ubicados por obra y gracia del voluntarismo estatal.
La
propuesta aquí expuesta demuestra que nada en el Derecho Constitucional debe
considerarse un compartimiento estanco. Lo que en principio parece afectar
únicamente al ámbito de la descentralización del Estado produce efectos en el
de la forma de gobierno de la República. Sucede como con la norma, la Política,
la Ciencia y la Historia. Ninguna de ellas puede dejarse de lado si no quiere
caerse en reduccionismos estériles que, tras de operar, llevan a la misma y
secular desilusión. Tal vez haya llegado el momento de probar que el Estado
moderno puede funcionar con cierta eficacia en zonas geográficas distintas de
las tradicionales. Quizá no exista otra forma de probar la vocación universal
del Derecho Constitucional.
* Agradecemos sinceramente la dirección y las apreciaciones
críticas formuladas por la Dra. Ángela Figueruelo durante la elaboración de la
presente investigación.
** Investigadores del Área de Derecho Constitucional en el
Departamento de Derecho Público General de la Universidad de Salamanca.
[1] Fox,
Vicente: "Discurso del Presidente de la República durante la ceremonia que
encabezó con motivo del LXXXIV Aniversario de la Promulgación de la
Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos". México, 5 de
febrero de 2001. Pág. Nº 7
[2] Los datos estadísticos han sido extraídos de la
investigación que, con el nombre de “La Constitución en la encrucijada de las
reformas”, realizó Edgar Emeterio
para la revista Vértigo. Análisis y
pensamiento de México. Año I, No. 1, 25 de marzo de 2001. Págs. Nos. 34 y
35.
[3] Tal designación, que se corresponde con la de
“Constituyente derivado” fue acuñada por el tratadista Felipe Tena Ramírez
desde las primeras ediciones de su Derecho
Constitucional Mexicano; actualmente se halla en un proceso de revisión por
parte de la Suprema Corte de Justicia de la Nación que ha afirmado que “las
entidades que intervienen en el proceso legislativo de una reforma
constitucional, que en el ejercicio de sus atribuciones secuenciales integran
el órgano revisor, son autoridades constituidas, en tanto que se ha determinado
que tienen tal carácter las que dictan, promulgan, publican, ejecutan o tratan
de ejecutar la ley o el acto reclamado”. Sentencia del Amparo promovido por
Manuel Camacho Solís, 30 de agosto de 1996.
[4] No pensamos tampoco, siguiendo a Carl Schmitt (Teoría de la Constitución. Alianza Universidad Textos. Madrid:
1996) que el tema de la reforma de la Constitución sea el fundamental en la
teoría de la misma.
[5] Cfr. Estudio
citado en nota 1.
[6] Acudimos a la gráfica expresión de David A. Brading (Orbe Indiano. Fondo de Cultura Económica. México: 1998) que, si
bien referida al Estado decimonónico, creemos aplicable también al México del
siglo XX.
[7] En México, a pesar del sistema de partido único o
hegemónico, el Presidente de la República en turno mostró siempre una
considerable capacidad de autonomía al momento de formular su esquema
gubernativo. Así, hallamos durante el siglo XX jefes de Estado pertenecientes a
casi todas las categorías en que es posible dividir el espectro político,
contando siempre con el apoyo incondicional de su partido, que en todos los
casos era el mismo.
[8] Sobre la crisis que respecto al Estado ha representado el
existencialismo que se deriva de una certero análisis de la realidad
voluntarista moderna cfr. García-Pelayo, Manuel: Derecho
constitucional comparado. Alianza Universidad Textos. Madrid: 2000).
[9] Vid. De Vega, Pedro: La Reforma Constitucional y la problemática del poder constituyente. Tecnos:
Madrid, 1985.
[10] Véase el excelente trabajo del profesor Juan Luis Requejo Pagés: Las normas preconstitucionales y el mito del poder constituyente.
Centro de Estudios Políticos y Constitucionales: Madrid, 1998. En este sentido
el citado autor nos dice: "Con carácter general, los posibles límites al
poder de reforma vienen dados por la Constitución misma objeto de revisión, por
normas anteriores a ésta última y por normas postconstitucionales." Pág.
No. 109.
[11] La expresión posee generalmente mala aceptación en el
medio español, debido sin duda a que se la relaciona con la nomenclatura que,
durante la dictadura del general Francisco Franco, se le dio a la asignatura
que se ocupaba de las cuestiones del Estado en un marco carente de Constitución
(cfr. Tomás
y Valiente, Francisco: Constitución:
escritos de introducción histórica. Marcial Pons. Madrid: 1996). Nosotros
la empleamos no solamente por considerar que posee una raigambre mucho más
antigua (hemos encontrado referencias a ella desde, por lo menos, los tiempos
de la restauración canovista) sino porque nos parece útil al momento de dejar
constancia de la innegable relación dialéctica que existe entre el Derecho
Constitucional y la política, constancia que permite superar un normativismo
exagerado que a fuerza de reduccionista deriva en inútil.
[12] Cfr. Kriele, Martín: Introducción a la
Teoría del Estado. Gedisa. Buenos Aires: 1982. El diálogo resulta, en lo
estrictamente jurídico, eficiente: “La reglas del procedimiento del parlamento
garantizan que una modificación del derecho no se haga en forma espontánea,
sino en un proceso dialéctico de
confrontación de argumentos y contrargumentos. De ahí surge la probabilidad de
que las modificaciones del derecho resulten en mejoras, y no en recaídas en la
barbarie”. Ibid. p. 260.
[13] Cfr. Rosas, Alejandro: “Los derrotados” en Reforma. México: 6 de febrero del 2001, p.
2C. Para el desarrollo constitucional mexicano, cfr. Galeana, Patricia (compiladora): México y sus constituciones. Fondo de Cultura Económica. México:
1999.
[14] Hemos consultado los siguientes testimonios: Sole Tura, Jordi: Nacionalidades y
nacionalismos en España. Autonomías, federalismo, autodeterminación. Alianza
editorial. Madrid: 1985 (el autor fue el
miembro de la Ponencia constitucional por el Partido Comunista); Morodo, Raúl: La transición
política. Tecnos. Madrid: 1984; Aja, Eliseo: El Estado Autonómico. Federalismo y hechos
diferenciales. Alianza editorial. Madrid: 1999.
[15] Deben ser señalados, al respecto, el “efecto Fox” que
llevó a multitud de votantes del candidato presidencial a apoyar las listas de
candidatos a legisladores de los partidos que brindaron su apoyo al actual
presidente (Acción Nacional y Verde Ecologista), así como el “voto duro” que
todavía favoreció al entonces gobernante Partido Revolucionario Institucional.
[16] Si aceptamos que el Derecho es algo más que coacción,
tenemos que considerar la idea de que posee un componente de validez
estrechamente vinculado al poder político, puesto que la norma jurídica busca
cierta justificación que la haga aceptable frente a la mayoría de sus
destinatarios. En este orden de ideas, el Derecho se justifica (y, por lo
tanto, se hace aplicable) en la medida en que el poder político se justifique,
es decir, en la medida en que se vincule efectivamente con la base social. Este
proceso biunívoco bien puede caracterizarse como proceso de racionalización
jurídica.
[17] Las siete Leyes
Constitucionales de 1836 preveían ya un sistema de control de la
constitucionalidad encargado a un Supremo Poder Conservador. En 1847 se
introdujo, a nivel federal, la figura del juicio de Amparo como juicio de
garantía constitucional, todo lo cual prueba que desde fechas relativamente
tempranas México pudo sustraerse del politicismo ajurídico constitucional que
caracterizaba por entonces a Europa.
[18] En la realidad mexicana (ajena a las buenas intenciones y
a la letra de la ley), aplicando el concepto de decisión positivamente
constitucional propuesto por Carl Schmitt
en su obra ya citada, parece claro que la práctica constitucional se ha
decantado por el príncipe como titular de la soberanía, en lugar de hacer
radicar ésta en el pueblo.
[19] No hace mucho se hablaba así (y con justicia) del sistema
político mexicano: “Un régimen presidencialista que recuerda más a las monarquías
del antiguo régimen que a las repúblicas modernas, un país federal con un
centralismo que envidiarían los países de mayor tradición jacobina, un régimen
de derechas ultradominante que utiliza con tremendo desparpajo un radical
vocabulario izquierdista, un sistema de partido único que se transforma en
sistema de partido dominante pluralista, mediante regalo de escaños a
diferentes partidos de la oposición”. Laboa,
Juan María: “Las elecciones
del primero de julio en Méjico”. Revista
de Estudios Políticos (Nueva época). Madrid: Enero-febrero 1980. p. 223.
[20] Barreto, Luz
Marina: “Despotismo e Ilustración”. En Filosofar
sobre la Constituyente. Memorias del Seminario, marzo-julio 1999. Fondo
Editorial Tropykos et al: Caracas, 1999. p.177.
[21] A la vez que implicaría olvidarse de un sano realismo de
corte weberiano: “Toda lucha entre partidos persigue no sólo un fin objetivo,
sino también y ante todo el control sobre la distribución de los cargos... En
las antiguas colonias españolas, tanto con las ‘elecciones’ como con las
llamadas ‘revoluciones’, de lo que se trata siempre es de los pesebres
estatales, en los que los vencedores desean saciarse”. Max Weber. El político y el científico. Introducción de Raymond Aron. Alianza
Editorial (El libro de bolsillo, sección Humanidades). Madrid: 1986. pp.
100-101.
[22] Diario de Sesiones de Cortes, 27-XI-1811 p. 2343 citado
por Manuel Martínez Sospedra. La constitución de 1812 y el primer
liberalismo español. Cátedra Fabrique Furio Ceriol. Facultad de Derecho.
Valencia: 1978.
[23] De Vega, Pedro:
Op. Cit. pág. 91.
[24] Véase Combellas,
Ricardo: "Asamblea Constituyente. Estudio Jurídico-Político". En Folletos para la Discusión Nº 18, COPRE,
1992. p. 17. Al analizar la posibilidad de que sea el Jefe del Estado quien
convoque a la Asamblea Nacional Constituyente, manifiesta el citado autor su
preocupación: "Este caso tiene el peligro que puede conducir a formas
plebiscitarias de claro tinte autoritario, dado
que se conciba como medio de evadir los controles constitucionales en vigencia"
(el destacado es nuestro).
[25] Esta justificación histórica se la pretendieron dar los
seguidores del positivismo sociológico de principios del siglo XX, fundándose
en una visión pesimista que condenaba a Hispanoamérica a mantener la cohesión
social gracias a la figura del caudillo, sin la posibilidad real de desarrollar
un complejo institucional, conforme con el Estado de Derecho; en Venezuela
véase Vallenilla Lanz, Laureano: Cesarismo Democrático. Monte Ávila
Editores: Caracas, 1993.
[26] Ver Gaceta Oficial de la República de Venezuela Nº 36,634
del 2 de febrero de 1999.
[27] Esta pregunta fue anulada por la Sala
Político-Administrativa de la Corte Suprema de Venezuela en sentencia de
18-03-1999.
[28] Morelli Rico,
Sandra: “El Proceso Constituyente Colombiano de 1991: Tensión entre Legalidad
Formal y Democracia”. En Revista Política
y Gobierno Vol. 1, Nº 1999. Pág Nº 99
[29] Seguimos en gran parte
la clasificación de las
instituciones en instituciones-personas e instituciones-cosas del insigne
profesor Maurice Hariou: “La
Theorie de L’Institution et de la fondarion” en Aux Scurces du Droit, Cahiers de la Nouvelle Journée. Nº 23. París,
1933.
[30] Morelli Rico,
Sandra: Op cit. Pág Nº 132-133
[31] Zagrebelski,
Gustavo: El Derecho Dúctil. Ley,
derechos, justicia. Traducción de Marina Gascón y Epílogo de Gregorio
Peces-Barba. Editorial Trotta. Madrid, 1.995. Pág Nº 133
[32] Carbonell,
Miguel: Constitución, Reforma
Constitucional y Fuentes del Derecho en México. Instituto de
Investigaciones Jurídicas de la UNAM. México, 1998. Pág Nº 244
[33] Pace,
Alessandro: “Muerte de una Constitución” en Revista
Española de Derecho Constitucional. Año 19. Nº 57. Septiembre-diciembre 1999. Traducción del
italiano de Carlos Ortega Santiago. Pág Nº 273
[34] El artículo 4 de la Constitución venezolana de 1961 rezaba así: “La soberanía
reside en el pueblo, quien la ejerce, mediante el sufragio, por los órganos del
Poder Público.” Y el Título X de la misma Carta Fundamental establecía los
mecanismos de enmienda y reforma constitucional.
[35] Artículo 50 de la Constitución venezolana de 1961: “La
enunciación de los derechos y garantías contenida en esta Constitución no debe
entenderse como negación de otros que, siendo inherentes a la persona humana,
no figuren expresamente en ella”.
[36] Pace, Alessandro:
Op. Cit. Pág Nº 277
[37] Rafalli Arismendi,
Juan: “El Reconocimiento Judicial del Proceso Constituyente y sus Reformas”.
En Revista
Política y Gobierno Vol. 1, Nº 1.999. Pág Nº 27
[38] Vid. Combellas , Ricardo: “El Proceso Constituyente venezolano”
en Revista América Latina Hoy. Nº 21.
Abril 1.999. Pág Nº25
[39] Proyecto de Reforma
General de la Constitución de 1961 con exposición de motivos. Comisión
Bicameral para la Revisión de la Constitución. Caracas, marzo 1992. Pág. Nº 15.
El destacado es nuestro.
[40] Caldera,
Rafael: “Conferencia Inaugural en el tercer Congreso venezolano de Derecho
Constitucional”. Universidad de Carabobo, Valencia, Noviembre de 1993. Pág. Nº
46
[41] Pace,
Alessandro: Op. Cit. Pág Nº 280
[42] Todo sin perjuicio de que, en el texto definitivo que
emane de la labor de la Asamblea Constituyente, se agraven los extremos
necesarios para realizar convocatorias semejantes, a fin de brindar estabilidad
a la nueva Constitución.
[43] En Venezuela, la Asamblea Nacional Constituyente
intervino a todos los órganos del poder público, menos al Presidente Chávez,
quien había puesto su cargo a su orden, pero que fue inmediatamente ratificado
en el mismo. Bien dijo, el entonces miembro de la Asamblea Nacional
Constituyente, Allan R. Brewer-Carías:
“La Asamblea Nacional Constituyente, sin
embargo, en mi criterio, ha actuado al margen de los límites que le impuso la
voluntad popular al aprobar su Estatuto, particularmente el contenido de su
artículo 1º; al aprobar el Decreto de Reorganización de los Poderes Públicos y
al aprobar el Decreto de Reorganización del Poder Judicial, decisiones en las
cuales invariablemente he dejado constancia de mi voto negativo razonado”.
Ver Brewer-Carías, Allan: “Debate
Constituyente” . Tomo I. Editorial Jurídica Venezolana. Caracas, 1.999. Pág. Nº
76
[44] Este es el típico límite “supraconstitucional” , pero
piénsese en las consecuencias de una
Constitución, a cuyo tenor se hiciese
inviable el Tratado de Libre Comercio
suscrito con los Estados Unidos y con Canadá.
[45] Nadie concebiría en México instaurar una Monarquía, como
si fue el caso de Brasil, donde a través de un referéndum se le consultó al
pueblo tal posibilidad, pero con la diferencia de que en este país sí existió
una experiencia monárquica efectiva con la Casa Braganza.
[46] Carbonell,
Miguel: Op. Cit. Pág. Nº 268
[47] Caldera,
Rafael: “Enmiendas y Reformas a la Constitución” en Homenaje a Manuel García-Pelayo. Tomo I. UCV. Caracas, 1.980. Pág.
Nº 113
[48] También es verdad que la discusión sociológica que subyace
detrás de este importante tema (y que responde a un cuestionamiento simple:
¿qué hacemos con el caudillo?) no se analiza con la frecuencia y profundidad
que serían deseables, acaso por purismos normativo-metodológicos que poco
ayudan a la comprensión cabal del problema.
[49] Corte presidencial cuyo acotamiento en la norma y en la
praxis urge se plantee con seriedad. Pero ello sería motivo de otro tipo de
propuestas, también abarcables, desde luego, en el amplio espectro de una
reforma “integral”.
[50] García-Pelayo, Manuel. Op.
Cit. pp. 219 y 238, con especial referencias a los casos de la India y del
II Reich alemán.
[51] Convertirse, verbigracia, en un federalismo de ejecución
con un corte más bien germánico, modelo que parece más lógico que el del
dualismo anglosajón (imitado desde 1824) en un país en el que los Códigos
civiles y penales de los Estados miembros de la Federación responden casi
siempre al mismo patrón que, de ordinario, es el del Código correspondiente a
la capital de la República.