Una Asamblea Constituyente para México.

(Consideraciones en torno a las relaciones entre ciencia, historia, política y normativa constitucional, con especial referencia al caso de la transición mexicana)*

 

Michael Núñez Torres

Rafael Estrada Michel**

 

Sumario: I.- Un momento crucial para México; II.- Pertinencia de una Asamblea Constituyente mexicana; III.- Peligros que puede conllevar una Asamblea Constituyente según nos enseña el Derecho Comparado Iberoamericano; IV.- Nuestra propuesta.

 

“Pero si por ‘socialismo’ sólo podemos entender el conjunto de condiciones necesarias para formas de vida emancipadas, sobre las que han de empezar entendiéndose los implicados mismos, es fácil percatarse de que la auto organización democrática de una comunidad jurídica constituye el núcleo normativo también de ese proyecto”.

Jürgen Habermas. (Prefacio a Facticidad y validez)

 

“Sea, señores, tal la imagen de la Convención, que ya agitada por la elocuencia tumultuosa de las pasiones, tranquilizadas por las inspiraciones del genio, por la severidad del raciocinio, será siempre el terreno de la Libertad, donde se oiga defender todas las opiniones, discutir todos los principios, refutar todas las preocupaciones, ennoblecerse todos los sentimientos y salir sólo triunfantes la razón y la verdad”.

Fermín Toro (discurso pronunciado al inaugurar las sesiones en la Convención Nacional de Valencia de 1858)

 

“Nadie echa vino nuevo en odres viejos; porque revientan los odres, y se pierden el vino y los odres; a vino nuevo, odres nuevos”.

(Marcos 2: 22)

 

I.- Un momento crucial para México

 

México ha despertado de su largo “letargo autoritario” (para utilizar la expresión del profesor Manuel Alcántara). Y son estos momentos –los que han venido siendo caracterizados como “de transición política”- los que permiten observar con mayor claridad la operación de la teoría y de la historia constitucional en un ámbito que, de ordinario, creemos reservado al frío y automatizado normativismo.

 

Son momentos en los que los conceptos científicos, que parecían enterrados por una serie de prácticas frecuentemente viciosas, adquieren innegable realidad (y suma utilidad en el terreno de la praxis). Soberanía, Estado democrático de Derecho, Parlamento, Pueblo... en fin, categorías todas que parecen extraídas de libros históricos para escolares se transforman en útiles herramientas discursivas y en indispensables objetos de estudio. Y es que lo peor de las tiranías, decía Borges, está en que fomentan la estupidez. Agregaríamos: y el olvido.

 

El presidente mexicano Vicente Fox, cuyo mandato deriva de las primeras elecciones presidenciales inobjetables en casi un siglo, ha llamado a realizar una “revisión integral”[1] en la Constitución del país septentrional. Cabe preguntar qué es lo que quiere significarse con expresión semejante. No se trata, se nos aclara, de una reforma total, de una substitución del actual texto constitucional (bajo cuya operación pudo llevarse a buen puerto, con relativo éxito, la primera fase de la transición). Y punto. Más allá de esta “no totalidad” es poco lo que podemos saber. Ello obedece no solamente a la oscuridad de la expresión, sino a la operación de la poco sana tradición reformadora que, obedeciendo al fetichismo institucional-normativo típicamente hispanoamericano, ha convertido a la ley fundamental mexicana en objeto de muy frecuentes y variopintas reformas, subvirtiendo en gran medida su carácter superlegal. El 73% del articulado de la Constitución de Querétaro ha sufrido algún tipo de alteración desde su promulgación en el año de 1917. Los gobiernos del régimen de partido hegemónico (1929-2000) ejercieron, merced a las dóciles mayorías parlamentarias con que contaron -aunadas a la inoperancia de la participación local en la formación de la voluntad federal- con singular fruición las facultades que en la materia les confiere el artículo 135 de la propia Constitución. Durante el período presidencial de Miguel de la Madrid (1982-1988) se reformaron cincuenta y nueve artículos constitucionales. Correspondieron al mandato del presidente Ernesto Zedillo cincuenta y ocho. Si bien estos números contrastan con las modificaciones operadas durante los períodos de Emilio Portes Gil (1928-29, dos artículos reformados) y de Adolfo Ruiz Cortines (1952-58, también dos artículos), no lo hacen con las verificadas en tiempos de Luis Echeverría (1970-76, treinta y nueve) y Carlos Salinas (1988-1994, cincuenta y uno)[2]. Cifras todas ellas que autorizan a replantear el camino que ha seguido el constitucionalismo mexicano, y a hacerlo no solamente desde el punto de vista reformador, sino (y quizá principalmente) desde el conceptual y teórico. En pocas palabras, parece llegado el caso de cuestionar con seriedad lo que ha venido siendo la actuación del Poder Constituyente “permanente”[3] –que, por lo que se ve, ha emprendido más de una reforma “integral”- y determinar, a la luz de la Ciencia y de la Historia del Derecho Constitucional, si hacerlo operar de nueva cuenta es lo conveniente en el momento del despertar democrático mexicano.

 

Desde el punto de vista de la Ciencia y de la Historia, insistimos, pues sabemos muy bien lo que la norma previene al respecto y no quisiéramos entrar en el espinoso tema de los pretendidos “límites” a la acción del Poder Constituyente mismos que en el caso de México, al menos desde un punto de vista estrictamente legal, no existen[4]. El análisis que pretendemos hacer se basa, más bien, en consideraciones de oportunidad política y de experiencia histórica. El artículo 135 constitucional (de clarísima raigambre angloamericana), que establece (para la reforma de cualquier parte del articulado de la Constitución mexicana) la necesidad de concurrencia del voto de las dos terceras partes de los legisladores presentes en el Congreso con el de la mayoría de las legislaturas de los Estados federados, ha de servirngs exclusivamente como referente necesario para la reflexión histórico- política que pretendemos llevar a cabo. En este sentido, y pensando que durante más de setenta años un mismo grupo dominó casi por entero las Cámaras del Congreso de la Unión y los Congresos de los Estados (aún hoy el mismo partido, ya como oposición a nivel federal, lo hace en dieciocho legislaturas[5]) nos preguntamos si el cauce señalado por el referido artículo fue el adecuado para la correcta expresión de la voluntad soberana que, por mandato expreso de la misma Constitución (artículo 39) corresponde “esencial y originariamente” (esto es, exclusivamente) al pueblo de México.

 

Intentar esbozar una teoría de la soberanía popular no es fácil. Habida cuenta de la multitud de explicaciones que al respecto se han sucedido durante el desarrollo del pensamiento filosófico jurídico y político, nos enfrentamos al problema de que, en países como el que nos ocupa, la pretendida operación del mismo o no se ha experimentado o ha traído consecuencias desalentadoras. Es difícil, por ejemplo, que un pueblo auténticamente soberano se condene a lustros de inacción política efectiva o permita que se hipoteque impunemente su futuro económico. Mas, en fin, si lo que se quiere es claridad conceptual (y operatividad política) no queda más que comenzar por los cimientos. La doctrina del Poder Constituyente soberano del pueblo podría servir, entonces, para opinar si es o no conveniente que a la reforma “integral” de la Constitución de 1917 que propone el presidente Fox se llegue por el juego legal que señala el antes mencionado artículo 135.

 

El “leviatán mexicano”[6] no ha conocido límites (al menos en lo interno). Los conocieron los dioses mitológicos (pensemos en Zeus obligado a mantener la atroz promesa que causaría la muerte de Sémele, o en Febo incapaz de negarse, habiendo empeñado su palabra de honor, al fatal capricho de su hijo Faetón), el Dios de los judíos (comprometido en repetidas ocasiones a guardar la alianza con su pueblo) y hasta los emperadores y reyes cristianos (no en vano Juan Bodino, cuyo apellido se halla tan íntimamente ligado a la idea de soberanía, esbozó su teoría como parte de la lucha de un intelectual “tercer partido” opuesto tanto a las pretensiones papales como a las regias). El camino de la limitación, sin embargo, en ningún caso ha sido fácil. El poder no se resigna de buena gana a verse limitado.

 

Los Estados modernos, tras de diversas vicisitudes, han acabado por resignarse y aceptar sus límites, marcadamente en el caso de aquellos que condicionan su actuar frente a los individuos que los integran. En este sentido ha sido mucho más “soberano” (es decir, mucho más limitador del accionar de su gobierno) el pueblo francés de la Quinta República que el que disponía de la vida, de la Historia y del futuro de la humanidad en la aciaga época del Terror revolucionario. Los derechos fundamentales son, así, auténticas expresiones de la soberanía popular. Si por “nación” no se entiende simple y llanamente el grupo de seres humanos que la forman, no existe tal cosa como una “soberanía nacional” y menos aun cuando quienes integran la “nación” no constituyen un conjunto de individuos soberanos (libres, si se prefiere) hallándose, por ende, impedidos para participar en la formación de la voluntad colectiva. La soberanía popular de la que hablamos –vigilante y limitadora de sus gobiernos- posee, en la Constitución, su cauce natural de expresión. Si la Constitución no proviene del pueblo es regulación antijurídica. La Constitución democrática, en cambio, es Derecho. Mejor: la Constitución es Derecho cuando es democrática. Todo lo demás, dígase lo que se quiera, conduce a arar en el mar.

 

“Constitución” es, así, límite que la soberanía del pueblo impone a la actividad del poder político. Elemental en demasía, sostenemos que esta idea no peca de reduccionista. Al fin y al cabo, sobre de ella se ha construido Occidente en las dos centurias pasadas. México, por contraste, no ha podido implementarla en forma satisfactoria, siquiera medianamente. En sus escuelas se siguen explicando el contrato social y la antropomórfica legalidad soberana de Kelsen, pero el mexicano se encuentra imposibilitado de participar en la gran mayoría de las decisiones que, en teoría, deberían de tomarse por el ente soberano que conforma al lado de sus pares. ¿Situación semejante a la que padecen el resto de los pueblos occidentales? Sí y no. Sí, dado que parece claro que el ideal rousseauniano de obedecernos a nosotros mismos obedeciendo la ley que libremente nos otorgamos se halla cada día más distante. No, porque la mayoría de los pueblos que han optado por los sistemas constitucionales poseen, en la Constitución, una garantía de rigidez para sus decisiones soberanas. En mayor o menor medida han participado en la confección de sus textos fundamentales y, dado el carácter rígido de los mismos, poseen cierta confianza en que sus decisiones no se verán alteradas sin que se les consulte (a ellos o a sus descendientes). El caso mexicano, lo muestran con claridad las estadísticas, es sumamente distinto. Si bien el fundamentalismo antidinámico que impide, en razón de temores justificados o de tradicionalismos mal entendidos, adecuar el texto legal constitucional a la variación de las situaciones no puede considerarse benéfico, la falta de estabilidad en la letra de la norma suprema no parece arrojar resultados positivos para los pueblos. Se corre el grave riesgo de que el gobernante en turno utilice a la Constitución como plataforma para su programa político[7] y de que se termine por perder el respeto debido a la norma básica que se convierte en una expresión más de la voluntad de la elite gobernante, variable según los dictados del capricho y, en consecuencia, ajena a cualquier consideración de esencialidad o trascendencia.[8] Si a ello agregamos la poca participación efectiva que ha correspondido al pueblo mexicano en la elaboración y adaptación de su Constitución, el círculo vicioso se cierra.

 

Precisamente, la transición mexicana ha llegado, con el triunfo electoral y posterior ascenso al poder de Vicente Fox, a un momento crucial, en el que debe discutirse la mejor forma de realizar los cambios necesarios en las instituciones políticas, económicas y sociales mexicanas, muy especialmente en los órganos del poder público, para adecuarlos a las exigencias de un Estado Constitucional moderno, capaz de superar el déficit democrático o los visos de autoritarismo que la Constitución vigente contiene.

 

            El nuevo siglo ha llegado a México con la esperanza de una nueva era, que para ser construida deberá contar con el apoyo de todas las instituciones sociales y de la sociedad civil, de manera tal que la única forma en que los cambios que se requieren pueden llevarse a cabo pasa por la creación de canales y de formas que garanticen la participación de todos los sectores de la vida política, social y económica mexicana. En el debate sobre el país que se quiere la ciudadanía debe tener, necesariamente, una participación de primer orden.

 

            La actual Constitución de 1917 tiene, como hemos dicho antes, carencias democráticas irreconciliables con un Estado Constitucional moderno; se impone una nueva Constitución que contenga reglas de juego democráticas, conformes con las expectativas de la sociedad mexicana. Para la “revisión integral” a la Carta Fundamental de Querétaro se utilizaría el habitual mecanismo de reforma, esto es, el que prevé la misma Constitución y el cual ha sido utilizado en infinidad de ocasiones. El problema que subyace en esta posibilidad radica en que la redacción de lo que debería ser una nueva Carta Fundamental utilizando este mecanismo, supondría una negación al espíritu de participación que la actual transición proclama y que el propio Jefe de Estado declara compartir; y aunque constitucionalmente esta reforma sería válida podría conllevar problemas de legitimidad, por significar una reforma más de las muchas que hasta el presente ha sufrido la Constitución vigente.

 

El problema que hemos señalado debe su existencia a un choque de principios que ha sido estudiado por Pedro de Vega[9]: el principio democrático -que durante varias décadas había sido prácticamente inexistente en México- colisiona con el principio de supremacía y rigidez constitucional que supone que la revisión constitucional sólo puede operar siguiendo la formula diseñada en la Constitución vigente. El primer principio implica aceptar la teoría del poder constituyente como un fenómeno de hecho y que, en consecuencia, ha de ser explicado desde una perspectiva política; en cambio el principio de supremacía constitucional es una categoría jurídica a la vez que un presupuesto necesario para cualquier Estado de Derecho, ya que sirve para fundamentar la explicación del sistema de fuentes y por ende la validez del propio ordenamiento jurídico. Así pues, el quid del asunto está en tratar de cohonestar el poder constituyente que, al ser un fenómeno de facto, se presenta ilimitado (al menos en teoría) con el poder del constituyente permanente -el mismo órgano del poder constituido que cumple funciones constituyentes, toda vez que revisa la propia norma constitucional- que necesariamente tiene sus límites[10].

 

II.- Pertinencia de una Asamblea Constituyente mexicana

 

Para tales efectos, la solución que creemos más viable radica en la convocatoria a una Asamblea Nacional Constitucional, con representantes electos directamente por el pueblo y con la misión de redactar un nuevo Texto Constitucional. La Asamblea Constitucional no tendría ninguna limitación por parte del poder constituido, pero tampoco podría tener injerencia en la dinámica de la vida política ordinaria, toda vez que ésta sería ejercida por los órganos del Poder Público federal, estatal y municipal con arreglo al orden constitucional vigente. No negamos que esta posibilidad presenta inconvenientes desde el punto de vista técnico, puesto que la figura no está contemplada constitucionalmente; además, requiere de una voluntad política tal que permita llegar a aceptar que la nueva Constitución sea el resultado de una Asamblea que trate de representar a todos los sectores de la vida social mexicana y no sólo a una élite política encerrada en una cúpula de cristal.

 

            Con todo, los problemas e inconvenientes son superables, incluso sin menoscabo de los requisitos de la técnica constitucional. La implementación de una Asamblea Constitucional en México tiene que ser necesariamente muy cuidadosa para no caer en los graves errores que el Derecho Comparado Iberoamericano muestra y que han significado un profundo sentimiento de frustración para algunos países de nuestro continente.

 

¿Cómo asegurar la efectiva concurrencia popular en el momento soberano por excelencia, esto es, en el momento constitucional? El sentido común, en esto, tampoco pide imposibles. Se trata simplemente de reconocer que, en Derecho Político[11], la verdad es diálogo, es parlamento[12]. El valor de la tolerancia (con su correlativo esencial, la ausencia de exclusión) garantiza el acercamiento a la voluntad de la mayor parte de los individuos que conforman la realidad estatal. Y en este proceso no debe despreciarse el valor jurídico y político que posee el consenso.

 

La historia constitucional mexicana es, por el contrario, la historia de la facción y de la sordera. La representación mexicana en el Constituyente de Cádiz, acaso la más brillante dentro del bloque americano, se topó con una mayoría excluyente (la de los liberales peninsulares) que le impidió sacar a flote su proyecto de integrar a las castas en la vida pública de las Españas. Esta experiencia marcó sin duda la posterior confección de textos constitucionales en México. Llegada la Independencia (1821) el Primer Congreso Constituyente y el improvisado Emperador se enfrascaron en sórdida batalla cuyo resultado fue la no redacción de Constitución alguna y la victoria del bando republicano. El nuevo Constituyente, cuya cabeza sería uno de los diputados de 1812, Miguel Ramos Arizpe, se encargaría de imponer el dogma federal y de denostar no solamente a los centralistas, sino incluso a los federalistas moderados que pugnaban por evitar excesos en la imitación del modelo de los Estados Unidos. Idéntico proceso, aunque en sentido inverso, puede observarse en el Congreso que expediría, en 1836, las centralistas Siete Leyes Constitucionales. De las Bases Orgánicas de 1843 no puede predicarse nada mejor y, pasando por el frustrado Constituyente de 1842 y por la restauración federal de 1847, llegamos hastiados de monólogo a la Constitución de 1857. Todo envuelto en un permanente estado de zozobra, entre asonadas, motines y guerras civiles, sin que liberales y conservadores, monárquicos y republicanos, unitaristas y federalistas, pudieran avenirse en el seno de un Congreso incluyente y tolerante. Lo que representaba la victoria para un bando se traducía en derrota absoluta para el otro. La moderación y el justo medio (al igual que los diputados que pretendían representar ambos valores) se vieron sistemáticamente excluidos. Ocurrió así durante la guerra contra el Segundo Imperio y al restaurase la República (1867). Ni qué decir del período dictatorial del general liberal Porfirio Díaz (1876-1910). Tras un breve espacio de diálogo abierto y tolerante (el de la democracia maderista, 1910-1913) “los Méxicos” volvieron a hacer colisión y el Congreso que discutió en Querétaro la Constitución de 1917 no sólo excluyó a los sectores conservadores tradicionales (Iglesia, terratenientes, detentadores de capital) sino a todo tipo de reacción, entendiendo por tal –sin importar en absoluto el aspecto ideológico- a cualquier enemigo de la facción “constitucionalista” que triunfó en la Revolución.[13] La situación -es evidente- no varió mucho al consolidarse los gobiernos monopartidistas del siglo XX.

 

Frente a esta realidad alienta descubrir que, en países de tradición semejante a la mexicana, la política de la exclusión ha conseguido revertirse, si bien no sin muchos trabajos. España, por ejemplo, basó la confección de su moderna Constitución en la búsqueda del consenso. Se legalizó al Partido Comunista (en la Ponencia constitucional laboró un destacado miembro del mismo) y se permitió intervenir en el proceso a los restos del franquismo, Movimiento Nacional y Falange incluidos. Ello sin contar a centristas e izquierdistas moderados[14]. El resultado: una Constitución técnicamente perfectible pero con una amplia base de aceptación, cuya ambigüedad característica ha posibilitado interpretaciones diferentes e incluso arriesgadas, siempre sobre la base de que la última palabra ha de corresponder a un Tribunal Constitucional bien cimentado en el reconocimiento de su auctoritas. La adaptación de las disposiciones del texto supremo a la realidad político-social de la península se ha operado sin necesidad de echar a andar un mecanismo de reforma que resulta, de suyo, bastante complicado. El consenso inicial ha permitido, de esta manera, una sana mutación constitucional. ¡Y pensar que las Cortes que, a la muerte del dictador, expidieron la Constitución, ni siquiera se reunieron originalmente con el carácter de constitucionales!

 

La situación en México, tras las elecciones generales del dos de julio del 2000, dista mucho de ser la adecuada para dejar de lado el consenso. A pocos analistas escapa el hecho de que existen amplias capas ideológicas que carecen de una representación parlamentaria más o menos proporcional a su importancia en influjo entre la población. Así, mientras que lo que llamamos partidos “de derechas”, en virtud de varios factores políticos[15] (y no jurídicos, hay que insistir) se encuentran sobre-representados en los órganos legislativos (que, como hemos señalado, tan importante papel desempeñan en el funcionamiento del Poder reformador de la Constitución), las izquierdas (bien por influjo de una candidatura presidencial poco exitosa, bien por su carácter ajeno a la institucionalidad democrática) apenas han podido ocupar pequeños espacios de influencia en el ámbito parlamentario. No es difícil derivar de esta situación el hecho de que una “reforma integral” que partiera del procedimiento señalado en el artículo 135 tendría pocas posibilidades de proceder de un consenso lo suficientemente amplio. Del otro lado, la conformación de un órgano constituyente ad hoc traería consigo no solamente la ventaja de facilitar el diálogo tolerante entre fuerzas populares más eficazmente representadas (se convocaría, desde luego, a elecciones específicas en las que el grado de influencia de los factores anteriormente destacados tendería a ser menor), sino algunos otros beneficios adicionales. Por ejemplo, pienso en lo que significaría un procedimiento semejante en el necesario proceso de recomposición de los partidos políticos nacionales o en el ámbito de la inserción formal de los ejércitos clandestinos de reivindicación indígena –a quienes habría que asegurar representación en el Constituyente- a la nueva realidad democrática del país. Pocas circunstancias más favorables para observar la realidad comunicante que existe entre la Política y el Derecho[16].

 

No parece deseable, desde ningún punto de vista, el caer en la concepción de la Constitución mexicana como programa político, aun cuando se trate del programa de varias agrupaciones políticas y no del de una sola. Resulta paradójico, sin embargo, que en México la temprana concepción de la Constitución como norma jurídica[17] haya derivado, en la práctica, en un voluntarismo faccioso. Y es que la norma suprema, aunque tal, es norma y, como tal, ha sido vista en México como susceptible de ser reformada al gusto de la voluntad autocrática[18]. Por ello es que el vincularla a la Política (mejor: a las políticas, esto es, al pluralismo funcional) permite lograr un mínimo nivel de aceptación pública, nivel que, a querer o no, condiciona la validez y la aplicabilidad del ordenamiento jurídico considerado en su totalidad. De otra forma (incluida, desde luego, la del Constituyente “permanente”) terminaremos por reincidir en la imposición y la simulación[19] como cauces pretendidamente jurídico-“constitucionales”. Un positivismo voluntarista extremo acaba por llevar a interpretaciones dañosamente subjetivas. Además, los sectores que quedan fuera del proceso político tienden (Chiapas lo demuestra con bastante claridad) a cuestionar la validez del ordenamiento derivado de él. Es, pues, necesario (no solamente desde el punto de vista de la ética, sino desde el de la eficiencia política) hacer caso del consejo de Renán y proceder a “excluir toda exclusión”, recordando siempre que negociar implica tener presentes a todos los intereses en juego y que un auténtico espíritu de consenso busca soluciones lo suficientemente sutiles como para no afectar, en la medida de lo posible, a la mayor cantidad de intereses. La imposición no se justifica. Ni aun el que provenga de la mayoría la justifica: como admite Luz Marina Barreto, siguiendo el pensamiento de Rafael Caldera, “una Constitución no puede estar al servicio de una mayoría, por más grande que ésta sea. Una Constitución tiene que arreglárselas para no dejar fuera ni pisotear las concepciones del bien y la libertad de elección del último de los ciudadanos, sin descuidar a los que no han nacido todavía, ni a los infantes y minusválidos”[20].

 

Un Congreso Constituyente ad hoc permitiría, además, trasladar la discusión a foros más amplios que los conformados por las Cámaras del Congreso Federal y las legislaturas locales. La reforma sería discutida en ámbitos académicos y, por una vez, los juristas mexicanos sentirían que no cae sobre de ellos la terminante sentencia de Kirchmann en el sentido de que la Ciencia que practican, debido precisamente a la contingencia de su objeto de estudio, se ha transformado en contingente. Ello aseguraría al nuevo texto constitucional, de paso, un mayor nivel técnico. En el mejor de los casos, los operadores políticos tradicionales podrían continuar con sus actividades habituales y ceder su lugar en las listas de candidatos al Congreso extraordinario a personas más calificadas que ellos en lo que respecta a la organización jurídico-política del Estado. Pero esto tal vez sería pedir demasiado.[21]

 

Virtud adicional del procedimiento consensuado es la estabilidad de sus productos. El poder es, por lo general, refractario a sujetarse a reglas continuas. El Derecho, siempre que le sea desfavorable, debe (en su concepto) de cambiar. Frente a ello, la entidad popular soberana posee una oportunidad en la naturaleza intangible de su Constitución. Política, Historia y Ciencia jurídica vuelven a entrelazarse al llegar a este punto. Si bien resulta extrema la afirmación de Agustín de Argüelles, diputado a las Cortes de Cádiz, en el sentido de que “La Constitución realmente (sólo) debe contener lo que se ha de observar en todos los tiempos”[22], no cabe duda (y el caso mexicano lo pone de manifiesto con singular claridad) que la permanencia relativa de los postulados constitucionales resulta sumamente efectiva para evitar que el voluntarismo de Estado degenere en arbitrariedad y en prurito reformador: “Es idea muy generalizada (Loewenstein, Hesse) que para mantener su prestigio e, incluso, su eficacia normativa, las Constituciones no deben reformarse con frecuencia”[23].


III.- Peligros que puede conllevar una Asamblea Constituyente según nos enseña el Derecho Comparado Iberoamericano

 

 Aunque –es evidente- cada país posee características especiales que lo diferencian de los demás, el Derecho Constitucional Comparado nos permite sopesar  paralelismos y contrastes, lo que  puede servir para evitar los errores y aprovechar los aciertos cometidos en otras latitudes en situaciones análogas a las que tenemos. En este sentido varios son los ejemplos en Iberoamérica de países que han sido prolijos en recurrir al “Poder Constituyente” a través de Asambleas Constituyentes. En nuestro concepto los ejemplos muestran que los peligros que se presentan con mayor frecuencia son los siguientes:

 

PRIMER PELIGRO: El primer lugar común en el Derecho Comparado iberoamericano es el hecho, casi sin excepción, de que el proceso surge en razón de una ruptura del hilo constitucional, ya sea porque es el resultado de un proceso revolucionario, de una situación de facto o de la actuación personal, pero de dudosa constitucionalidad, del Jefe de Estado[24]. Esto genera, a primera vista, una idea negativa de lo que puede significar el proceso constituyente, ya que la experiencia nos enseña que ha supuesto, muchas veces, el abandono de garantías constitucionales en sentido lato, como –sin ir más lejos- el propio principio de supremacía de la Norma Constitucional.

 

            Las constituciones poseen en su propio ser mecanismos que hacen posible su reforma. Cuando éstos suponen un grado de complejidad mayor al que ordinariamente se tiene para la creación de leyes se dice que se está ante una Constitución rígida. Este es el caso de las Constituciones peruana, mexicana, colombiana y venezolana y de la mayoría de los textos fundamentales del mundo occidental. Con ello se salvaguarda el principio de la primacía del Texto Constitucional frente a los actos de los órganos de los poderes constituidos que pudiesen menoscabar su efectividad. Por esta razón quienes creemos en la vigencia del Derecho formal como sostén del Estado de Derecho no aceptamos la ruptura sin más del orden constitucional por vías de hecho.

 

            El caso peruano es muy ilustrativo del peligro que estamos advirtiendo. Cierto día (5 de abril de 1992)  el presidente Alberto Fujimori decide efectuar lo que la crónica periodística llamó un autogolpe de Estado, y acto seguido convoca a una Asamblea Constituyente que terminaría redactando una Constitución a la medida de las necesidades políticas de la facción gobernante, avalada por un referéndum que la dotó en ese momento de una legitimidad indiscutible. Lo propio sucedió en Venezuela: en 1945 un movimiento cívico-militar terminó con el Gobierno democrático del presidente Isaías Medina Angarita y, acto seguido, la Junta "Revolucionaria" de Gobierno convocó a una Asamblea Constituyente –legitimada democráticamente- que redactó una nueva Constitución al amparo de la cual gobernaría el presidente Rómulo Gallegos por menos de un año, ya que su período constitucional se vio truncado por otro golpe de Estado tras del cual, por supuesto, se convocó otra “Constituyente”. Cuestión muy distinta son los procesos constituyentes que se presentan después del derrocamiento de dictaduras militares y que se hallan por demás justificados en el hecho incontestable de que tenían que diseñar las instituciones democráticas, inexistentes en regímenes de fuerza (el caso español en 1978 es un buen ejemplo).

 

            El hecho de que el líder carismático de turno que ocupa la presidencia de la República sea en reiteradas oportunidades el que convoque a una Asamblea Constituyente con posibilidades de revertir el orden político se explica por el fenómeno del caudillismo en América Latina, que halló una aparente explicación histórica[25] en el siglo pasado, pero que actualmente no posee ninguna justificación. De cualquier manera el caudillo o esa suerte de líder mesiánico sigue, aunque nos duela admitirlo, vigente en la sociología política latinoamericana del siglo XXI, en desmedro de lo que debería ser un régimen institucional. Muchos son los casos que el Derecho Comparado nos muestra en los que la iniciativa presidencial a este respecto va acompañada de una flagrante violación a la Constitución vigente y un duro golpe a la legitimidad de otras instituciones. El resultado es un fortalecimiento nocivo de la figura del Presidente en detrimento del Parlamento o de los órganos del Poder Judicial.

 

            Es el caso del presidente venezolano Hugo Chávez Frías, quien convocó mediante un decreto a un referéndum para que el pueblo se pronunciara sobre la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente, a través de una suerte de cuestionario que debía ser respondido “SÍ” o  “NO”[26]. En este proceso constituyente, en el cual se invocó hasta la saciedad al “pueblo” como titular de la soberanía, se vio desde el principio la clara intención del presidente de llevar el control de todo el proceso, pasando por alto las previsiones que la Constitución de 1961 al respecto establecía. Basta con mencionar, para demostrar lo anterior, la pregunta segunda del artículo Nº 3 del mencionado decreto, que rezaba así:

 

¿Autoriza usted al Presidente de la República para que mediante un Acto de Gobierno fije, oída la opinión de los sectores políticos, sociales y económicos, las bases del proceso comicial en el cual se elegirán los integrantes de la Asamblea Nacional Constituyente?[27]

 

            No creemos necesario hacer mayor comentario al respecto de esta pregunta, que por sí sola se explica (y explica muchas otras cosas). El decreto de convocatoria al referéndum tenía como principal fundamento, de conformidad con la exposición de motivos que lo acompañó, dos decisiones tomadas el 19 de enero de 1999 por la otrora Corte Suprema de Justicia, además del supuesto “compromiso moral y político con el pueblo venezolano” y la previsión del referendo en la Ley Orgánica del Sufragio y Participación Política, en concordancia con el artículo 50 de la Constitución de 1961.

 

            En Colombia, el presidente colombiano César Gaviria convocó a una Asamblea Nacional Constitucional a través de un decreto que invocaba el Estado de Sitio. El caso no puede, en principio, compararse con el venezolano, puesto que en Colombia el Ejecutivo actuó legitimado por todo un consenso nacional no sólo del cuerpo electoral sino de la gran mayoría de las instituciones del país; Sandra Morelli Rico afirma que “no habría podido el jefe del ejecutivo, cualquiera que fuera independientemente de su liderazgo popular, convocar un proceso de reforma a la Constitución o de sustitución total del texto hasta entonces existente. El consenso previo era indispensable, además, porque se iba a hacer uso de la institución del estado de sitio, institución generalmente concebida y utilizada para mermar la legalidad, las garantías ciudadanas y los espacios democráticos, esta vez para convocar una instancia extraconstitucional –la Asamblea Constituyente- , lo que hacía todo el proceso particularmente sui generis y complejo”[28]

 

            Admitido lo anterior, es necesario profundizar en los paralelismos y contrastes existentes entre el caso venezolano y el caso colombiano. En ambos procesos los presidentes propulsaron la convocatoria a la Asamblea Constituyente. Pero mientras que el presidente Gaviria obtuvo por consenso un acuerdo entre partidos políticos para convocar por decreto, y en virtud del Estado de sitio, a la que en principio se debía llamar Asamblea Constitucional, el presidente Chávez se apoyó en su aplastante triunfo electoral y en el inmenso respaldo popular, avasallando a las minorías y a las instituciones por igual; al final, y a pesar de los contrastes, ambos mandatarios incurrieron en actos que bien podríamos calificar de inconstitucionales, comenzando por emprender una reforma de la Constitución a través de mecanismos no previstos por el texto fundamental vigente. En cierta manera, desde el punto de vista político, los verdaderos “héroes” en estos procesos eran estos dos señores y no las instituciones sociales, como había sido el caso, por ejemplo, de la Constitución de Venezuela de 1961 o es el de la Constitución Española de 1978. Esto nos lleva al segundo peligro existente.

 

            SEGUNDO PELIGRO:  El debilitamiento institucional. Se trata de un problema que es necesario afrontar con sumo cuidado. El fortalecimiento de las instituciones debe ser un fin primordial a ser tomado en cuenta en cada una de la fases del proceso constituyente que se quiere para México. Ese fortalecimiento debe darse dentro de dos percepciones del concepto de institución que no por ser diferentes se deben entender como excluyentes; por una parte la idea de institución como entramado orgánico que cumple una función entendida como positiva para la sociedad y en donde cada individuo o cada elemento cumple un papel determinado. Por otro lado, la idea de institución que se refiere a un orden que la sociedad acepta como positivo, constituyéndose en un mecanismo de control social. Un ejemplo de la primera idea de institución serían los órganos constitucionales (Congreso Nacional, órgano judicial, órgano electoral, presidencia de la República) y de la segunda tendríamos al Derecho mismo, en este caso específico la Constitución como Norma Fundamental.[29]

 

            Se debe buscar, pues, una legitimación de las instituciones a través de un proceso constituyente que las armonice con las necesidades democráticas de la sociedad mexicana, pero sin menoscabo del orden constitucional vigente, el cual ha sido el fundamento jurídico con el que se ha podido llegar a este momento histórico. Esto se debe hacer respetando las reglas constitucionales vigentes y a la vez haciendo caso del clamor de participación de una sociedad madura para emprender los retos que la democracia plantea. En otras palabras: si el proceso constituyente se desarrolla dentro de cauces democráticos, pero con  graves visos de inconstitucionalidad, aun cuando se realice en forma pacífica supondrá un serio desgaste institucional.

 

             Regresemos al Derecho Comparado. En los casos de Colombia y Venezuela que hemos señalado los máximos Tribunales de Justicia de ambos países intervinieron en los debates que los inminentes procesos constituyentes suscitaron, con sentencias que pretendieron barnizar con una apariencia de constitucionalidad a los decretos que prescribían la convocatoria a las Asambleas Constituyentes. De esta forma se evitó, aparentemente, que el proceso que ya estaba en marcha se detuviera y se creara una crisis institucional. Pero podríamos decir que al final se deterioró, en el caso venezolano el cimiento institucional -ya de por sí maltrecho en ese momento-, en el caso colombiano la seguridad jurídica y en ambos casos el principio de la primacía de la Constitución. En Colombia, la propia Morelli Rico reconoce que la sentencia de la Corte Suprema de Justicia de ese país declaró constitucional la convocatoria a la Asamblea Constituyente, cuando en realidad no lo era; pero al mismo tiempo considera que de esta manera se logró que dicho proceso constituyente fuera “una fiesta de la democracia”[30].

 

No se trata de pretender que la Jurisprudencia sea tan sólo “boca de la Ley”, como lo quiso el Estado Liberal Burgués, porque muy por el contrario creemos en su función de garante activo de los derechos y del ordenamiento en general. Es incontestable, sin embargo, que la Jurisprudencia debe velar porque los valores institucionales salgan fortalecidos a través de la resolución del caso en cuestión, cohonestando los valores democráticos pero sin golpear las formas que la Constitución prevé. “La interpretación jurídica es la búsqueda de la norma adecuada tanto al caso como al ordenamiento”[31].

 

            Es harto conocido que ha sido la Suprema Corte de los Estados Unidos la que ha permitido, con reticencias y hasta con críticas exacerbadas muchas veces, la adaptación del texto fundamental de 1787 a los cambios que el tiempo va introduciendo en la vida social. Pero hay que estar atentos, porque si bien es verdad que la Suprema Corte ha actuado muchas veces con criterios políticos, a través de una jurisprudencia que ha permitido la adecuación de la Constitución al fenómeno de la relatividad de las instituciones, no es menos cierto que lo ha hecho para mantener  la vocación de permanencia que el concepto de Constitución –como institución jurídica- lleva implícito, y entre otras cosas también porque su mecanismo de reforma no hubiese permitido tal transformación. Con razón dice Miguel Carbonell que “la práctica jurisprudencial estadounidense, a la hora de interpretar la Constitución y sus enmiendas –con un activismo judicial que ha sido cuestionado más de una vez-, ha permitido no sólo la supervivencia del texto (se trata de la Constitución más antigua y que todavía se mantiene vigente), sino la posibilidad de conservar un código relativamente actualizado y que, después de más de doscientos años de haber sido expedido, cuenta con poco menos de treinta enmiendas”[32].

 

            En su polémica –lo admitimos- revisión judicial, el máximo tribunal de los Estados Unidos ha logrado un fortalecimiento de sus instituciones. Podríamos  convenir, aunque con reservas, que en Colombia la Corte Suprema de Justicia tampoco tenía salida porque era un proceso que se veía imparable y todos los sectores de la vida pública eran conscientes de que debían emprender una reforma que remozara las instituciones en medio de unas circunstancias dantescas. Por eso se vio obligada a realizar todo un razonamiento, con una sentencia del 9 de octubre de 1990, que concluye en aceptar que para poder conseguir la paz era necesario aceptar la constitucionalidad del Decreto 1926 de 1990, sin importar su falta de correspondencia con la Constitución vigente. Pero el voto salvado que suscribieron 12 magistrados nos demuestran lo no sólo lo cerrado de la votación sino la diatriba entre la legitimidad democrática y el Principio de Primacía Constitucional. El voto salvado rescata  la misión de guardián de la Constitución del Juez Constitucional y critica la sustentación de la sentencia en razones políticas.

 

Esta diatriba fue resuelta por el Máximo Tribunal venezolano, también con argumentos políticos, pero esta vez sin justificación, porque en este caso sí existían los canales constitucionales pertinentes y se obviaron deliberadamente. Las sentencias de la extinta Corte Suprema de Justicia del 19 de enero de 1999 que sirvieron de fundamento para el comentado Decreto del presidente Chávez, interpretaron en forma acomodaticia y por lo tanto discutible, los artículos 4 y 50 de la Constitución venezolana de 1.961 y el artículo 181 de la Ley Orgánica sobre el Sufragio y sobre la Participación Política, lo que trajo consigo el debilitamiento del Poder Judicial y del entramado institucional en general, y el fortalecimiento de la figura de Hugo Chávez Frías.

 

            No corresponde a este trabajo tratar de analizar la actuación de la extinta Corte Suprema de Justicia venezolana a través de sus dos sentencias de 1999 -calificadas como poco coherentes en su argumentación y en su claridad conceptual por el distinguido profesor italiano Alessandro Pace[33]-; pero si podemos destacar el peligro de tratar de hacer actos de magia, a través de sentencias que no pueden avalar procesos “democráticos” sin vulnerar a la Norma Fundamental, y aunque el Derecho es un medio y no un fin sirve como garante precisamente para evitar la anomia y garantizar un orden fundamental en países que pretendan tener un desarrollo posterior hacia un Estado Constitucional.

 

             Sobre el caso venezolano sólo podemos decir que la Corte Suprema de Justicia, asumió unos conceptos equivocados al equiparar la soberanía popular contenida en el artículo 4 de la Constitución de Venezuela de 1961 con el ejercicio del Poder constituyente, consagrado en el Título X ejusdem[34]; porque también consideró el Derecho de los ciudadanos a participar en una Asamblea Constituyente, a través de la figura del referéndum que preveía la Ley Orgánica citada, como consagrado en el artículo 50 de la Carta Fundamental que comentamos[35]. Pace anota como la primera “inexactitud” de las sentencias esta identificación entre poder constituyente y soberanía popular reconocida en la Constitución, ya que “el primero es un poder de hecho e ilimitado; la segunda –en cuanto reconocida por la Constitución- se descompone en poderes jurídicos y derechos fundamentales, ambos esencialmente limitados”.[36] Es por esto que compartimos la conclusión de Rafalli Arismendi cuando dice que se ha creado un precedente que podría permitir “acudir, al poder soberano originario, con una frecuencia tal que propicie en el país un estado de anarquía, ingobernabilidad, e inestabilidad”[37] , lo cual nos lleva a pensar en el tercer peligro.

 

TERCER PELIGRO: Cuando la sociedad presiona reclamando cambios estructurales, el Derecho tiene que asumir su carácter de producto social. El hacer caso omiso de estos reclamos por parte del status quo puede traer como consecuencia lo que estamos describiendo. No olvidemos, por ejemplo, que el sistema institucional colombiano antes de 1991, por demás agostado, había frustrado en dos ocasiones los deseos de cambio de la sociedad colombiana, que pasaban por intentar reformar la Constitución.

 

Podemos llegar a la siguiente reflexión ¿por qué la extinta Corte Suprema de Justicia de Venezuela pudo crear una forma distinta a la diseñada por el constituyente del 61, cuando en realidad no tenía competencia para ello, y no se permitió al Congreso que acelerara el mecanismo de Reforma Constitucional, a tenor del Título X? De esta manera no se habría vulnerado el artículo 250 de la Carta Fundamental de 1961, que establecía que la Constitución no perdería vigencia cuando su inobservancia fuera la consecuencia de la utilización de medios distintos a los previstos por ella, en cuyo caso todo ciudadano quedaba facultado a luchar para restablecer su vigencia.

 

De hecho en 1989, durante el gobierno del presidente Carlos Andrés Pérez, se constituyó la Comisión Bicameral de Revisión Constitucional del Congreso de la República, la cual entregó en 1992  un proyecto de Reforma que debía ser aprobado por el Congreso, pero que lamentablemente no llegó a buen puerto porque no hubo, principalmente, voluntad de los partidos políticos, demostración de una ceguera política imperdonable[38]. Esta ceguera se manifiesta cuando no se perciben las transformaciones que la sociedad ha sufrido. Creemos que en el caso de México son más que evidentes y es la hora de que los partidos políticos asuman su responsabilidad y den un voto de confianza al pueblo mexicano. En los párrafos sucesivos procuraremos señalar un posible camino para ello.

 

IV.- Nuestra propuesta

 

Apelemos de nueva cuenta al Derecho Comparado. En 1992 la Comisión Bicameral para la Revisión de la Constitución de Venezuela, presidida por el entonces Senador Vitalicio Rafael Caldera, entregó un proyecto de reforma constitucional, que como ya dijimos, no logró nunca ser aprobado. Dicho proyecto recogía la posibilidad de la convocatoria a una Asamblea Constituyente, “Que a juicio de la Comisión tendría el poder originario, en el caso de que el pueblo así lo decidiere. Se establece de esta manera un mecanismo para que sin romper la continuidad jurídica del Estado venezolano, se  pueda llegar a decidir, si el pueblo así lo considera necesario, la renovación total de la Carta Fundamental y el funcionamiento y estructura de los Poderes Públicos”[39].

 

            Se trataba de una verdadera reforma constitucional democrática, puesto que era, a una vez, una apuesta por el pueblo como legitimado para convocar a la Asamblea Constituyente, y por la Constitución de 1961 que se encargaría de regularla según sus propios mecanismos. Es decir, que la Asamblea Nacional Constituyente aparecería como un nuevo mecanismo, distinto de los existentes desde 1961. Aunque el propio Presidente de la Comisión que redactó el Proyecto de Reforma no era partidario de la Asamblea Constituyente, por considerarla “la forma más típica de la democracia representativa y no participativa, porque el pueblo pone su destino total en manos de ochenta, cien o doscientas personas, para que ellos decidan la forma del Estado, la integración de las Comisiones, todo lo que se le pueda ocurrir, porque teóricamente el Poder constituyente es ilimitado.”[40], el Proyecto recogió la figura en cuestión, la cual ya había sido objeto de numerosos debates y ya estaba como una de las salidas democráticas a la crisis más señalada.

 

            Esta vía no implicaba la ruptura del orden constitucional vigente, ni tampoco la negación del deseo de transformación que existía. No entendemos –dado que no lo explica, sólo lo menciona- el desacuerdo del Profesor Alessandro Pace, cuando considera esta  posibilidad  desacertada[41]. Se trataba de acudir al pueblo, con las reglas de juego que el mismo había impuesto (la Constitución de 1961 fue el ensayo democrático institucional más importante de la Historia Constitucional de Venezuela y uno de los más significativos de la Historia política del presente siglo en Iberoamérica), para  replantear el Estado que se quería y que evidentemente era distinto al de hacía 40 años.

 

            En el caso mexicano tenemos una Constitución que si bien no es conforme con  las exigencias de la sociedad mexicana actual, en la última elección ha resultado, en nuestra opinión, relegitimada. México tiene ante sí esta posibilidad, puede crear y regular, mediante una reforma a la Constitución de 1917, la figura de la Asamblea Constitucional; si se sigue el procedimiento que prescribe la Carta Fundamental mexicana (que en la práctica ha resultado ser más sencillo de lo que se pudiese pensar) se crearía esta posibilidad de convocatoria, a través del sufragio. Nos ahorraríamos un pronunciamiento judicial con un basamento político, porque todo habría sido hecho conforme a la tesis del constituyente permanente. Sería una Asamblea Constitucional fruto del acuerdo institucional y de la participación popular, la combinación, nada fácil, de democracia representativa y democracia directa.

           

¿Cuáles serían en México las características de esta Asamblea Constitucional? La pregunta resulta sumamente compleja, pero podemos adelantar algunas reflexiones para comenzar a dar puntos que sirvan al debate que, al respecto, se tendrá que dar

 

            En primer lugar, la Asamblea Constitucional que diseñe el Constituyente permanente podría ser convocada por el Presidente de la República, con la aprobación de las dos terceras partes de los miembros de ambas Cámaras del Congreso Federal. Evidentemente la participación del Congreso en esta fase poseería un valor más bien simbólico, puesto que, al votar la reforma por la vía del artículo 135 constitucional ya habrán concurrido las voluntades de los dos tercios de ambas Cámaras, así como de la mayoría de las legislatura locales. No obstante, no carece de importancia que el proceso no sea visto como emanación exclusiva o concesión graciosa del Ejecutivo federal[42]. Pensamos que el procedimiento electoral que se diseñe en México, a los efectos de esta convocatoria a la Asamblea Nacional Constitucional debe favorecer la pluralidad. Es decir que no bastará con que se llame a elecciones para  que se elijan a unos “representantes”, sino que dicha formula electoral debe permitir que todos los sectores de la vida nacional  tengan realmente la oportunidad de participar directa o indirectamente en el proceso constituyente. La representación proporcional de las minorías es indispensable,  porque puede servir para que sectores de la sociedad preteridos en sus derechos, se sientan también partícipes del proceso. Nos reiteramos en la convicción de que la Constitución no debe servir para que se utilicen las mayorías circunstanciales en perjuicio de la pluralidad existente en México. Así las cosas, la Constitución nueva será el producto del consenso y no de una mayoría aplastante, de tal suerte que será la Constitución de todos los mexicanos.

 

            Con respecto a la conformación que tendría esta Asamblea, creemos que debe ser unicameral, conformada por “Representantes” elegidos por sufragio y con los mismos requisitos que se necesitan para ser diputado. Todos los Estados de la Unión deberían tener por lo menos dos Representantes. Debe establecerse un sistema de incompatibilidades que impida que un funcionario público pueda ser elegido representante a la Asamblea Constitucional, a no ser que dimita de su cargo un mes antes de la convocatoria a esta elección extraordinaria.

 

            Otro punto que puede resultar álgido es el referido al carácter originario del poder de la Asamblea Nacional Constitucional. El Proyecto de Reforma venezolano, como se vio, sí lo declaró originario, aunque le puso límites –incluso temporales-. Lamentablemente la experiencia, con el manejo del término “originario” ha sido nefasta. En Colombia, por ejemplo, la Asamblea Constitucional se cambió el nombre por Constituyente, asumió un carácter pretendidamente originario y decidió eliminar al Congreso Nacional. Peor cosa sucedió en Venezuela, donde el caos y la inseguridad jurídica impuestos por una Asamblea Nacional Constituyente, dieron paso a una de las más grandes aberraciones que el Derecho Constitucional moderno ha conocido[43]. Nosotros creemos que se debe tener extremo cuidado con el concepto, ya que está demostrado que despierta tentaciones totalitarias.

 

            Esto significa que por “poder originario” se debería entender, por lo menos a nuestros efectos, la facultad de dictar una nueva Constitución sin estar sometida a ninguno de los órganos del poder constituido. Pero en ningún caso, se podría pensar en que la Asamblea Constitucional Mexicana no tendría limitación alguna. La propia reforma de la Constitución de Querétaro establecerá unas limitaciones que, como dijimos antes, regularían y limitarían a la Asamblea Constitucional. Dichas limitaciones podrían ser:

 

1.- Con respecto al fin de la Asamblea Nacional Constitucional.- Su finalidad es, únicamente, la de redactar un nuevo Texto Constitucional que sustituya a la actual Constitución, en razón de lo cual no puede, bajo ningún concepto inmiscuirse en la vida política ordinaria, para la cual ya se encuentran los órganos del Poder Público constituido, electos limpiamente y regidos por la Constitución de 1917. Queda claro que mientras no entre en vigencia la nueva Constitución seguirá rigiendo la Constitución de 1917. Por supuesto que no pretenderán los órganos del Poder constituido interferir tampoco en las labores de la Asamblea; al respecto la Reforma Constitucional debe establecer prohibiciones que impidan al Congreso o al Presidente su interferencia. La labor del Presidente debe ser netamente institucional en lo que al proceso constituyente se refiere, pero en ningún caso puede intervenir como parte en el mismo, ni en los comicios electorales para elegir a los representantes ni en la labor de la Asamblea, una vez elegida. Desde luego –sobra decirlo- el principio democrático-consensual debe quedar de manifiesto a través del sometimiento del texto que resulte de la labor de la Asamblea a la aprobación popular por la vía del referéndum.

 

2.- Con respecto al contenido de la nueva Carta Fundamental que van a redactar.- No sólo están los Tratados Internacionales suscritos válidamente por México[44], sino que también se deberá tomar en cuenta los valores que la actual Constitución posee. Piénsese, por ejemplo, en los Derechos Sociales, materia en la cual México ha sido pionero en el mundo o también en el tema de la no reelección, cuestión que forma parte de la historia constitucional mexicana y que constituye un freno, quiérase o no, a las pretensiones continuistas de los líderes carismáticos (no estamos totalmente seguros de que esto pueda ser un valor trascendental ya que hay opiniones muy respetables, que apuestan por la  posibilidad de reelegir al Presidente). El tema de la forma de Estado resulta un tanto obvio, pero merece la pena destacarlo; México es y seguirá siendo una República[45]; es también un Estado Federal, ¿podría pensarse en un Estado fuertemente centralizado? Desde luego que no; en cuanto a la forma de Gobierno, sí es posible entablar un debate que afirme la necesidad de establecer un sistema parlamentario, o un sistema mixto, o quizás un sistema presidencial sometido a controles efectivos que hagan desaparecer las facultades metaconstitucionales del presidente de las que habla el profesor Jorge Carpizo y que en buena medida han desaparecido gracias a la operación del juego democrático.

 

3.- Límites Temporales.- La Asamblea Constitucional no puede perpetuarse, porque también traería una sensación de inseguridad jurídica y política, ante la incertidumbre de lo que pueda cambiar con la nueva Constitución. La duración de un año que la Comisión venezolana para la Reforma Constitucional establecía nos parece prudente.

 

Es sumamente importante que este proceso constituyente salga adelante, y si por un lado la nueva Constitución debería  mantener la figura de la Asamblea Constitucional como mecanismo de reforma Constitucional, se deben tomar todas las precauciones para que sólo se pueda llegar a él en situaciones que resulten un tanto extremas. Por esto debe mantenerse la figura del constituyente permanente como medio idóneo para las reformas que no afecten al Texto en su conjunto, pero no para “incorporar intereses coyunturales o, simplemente, la visión particular que cada presidente ha tenido sobre las cuestiones que  debe contener una Constitución”[46]

 

Las instituciones sociales, y muy especialmente las instituciones jurídicas deben mantener una actualización que no destruya su vocación de permanencia. Esta característica de relatividad y de permanencia a la vez de la Constitución, la explica  Rafael Caldera de la siguiente manera: “Absurdo sería pretender una Constitución eterna. Absurdo sería pretender encadenar el progreso o someter a la nación a una guerra civil cada vez que sea necesario transformar el texto constitucional. Doloroso sería, por otro lado, dar la impresión tan fundamental como la Constitución, sujeta al vaivén de los acontecimientos”[47]

 

Hasta aquí lo escrito ha tenido por finalidad convencer de la conveniencia de partir de un Constituyente originario al momento de proceder a la “reforma integral” de la Constitución mexicana. Hay que reparar, sin embargo, en que no es el procedimiento de su creación lo que hace más o menos democrática a una Constitución. Su racionalidad y justificación material sólo puede provenir de su contenido (y no de un Constituyente ad hoc, ni de un Consejo de sabios, ni de la sujeción de su aprobación a un plebiscito o a un referéndum). Con todo, creemos que el contenido democrático de la Constitución posee posibilidades mucho mayores de aflorar en un ámbito que niega que la categoría fundamental de lo político se halle en la schmittiana determinación de la relación amigo-enemigo, esto es, en la exclusión del contrario, para dar prelación a la discusión tolerante y al acuerdo incluyente. En estas materias pareciera ser cierta aquella sentencia que reza “origen es destino”, y una Constitución discutida y aprobada con base en un pluralismo que desde hace varios lustros es en México una realidad innegable bien puede transformarse en el ansiado marco que permita el adecuado desenvolvimiento del proceso político cotidiano. En la manera de discutirse los grandes temas de la organización constitucional mexicana va implicada buena parte del éxito de la propia organización.

 

De entre la multitud de temas que deberán ser analizados en detalle durante el proceso de reforma (sistematización y ampliación del régimen de derechos fundamentales, consolidación del Estado social democrático de Derecho, canalización y fiscalización eficiente del gasto social, jefatura del Estado, racionalización de la administración pública, fortalecimiento del Congreso, reelección de legisladores, operatividad del control de la constitucionalidad, funcionamiento eficaz y ejemplarizante del régimen de responsabilidades de los funcionarios públicos, introducción de la garantía de reserva de ley orgánica, liderazgo en el proceso de integración de Iberoamérica, principios de Derecho Internacional Privado, estados de excepción, y un largo etcétera) hemos elegido uno que, junto con sus ramificaciones, bien puede servir como eficaz ejemplo de la necesidad de consenso que conlleva el procedimiento reformista. Nos referimos al tema del federalismo funcional, cuyas implicaciones son tantas que no creemos que logre llegar a buen puerto a menos que la estrategia de consenso se respete. Y en este caso la dialéctica de la discusión tolerante se impone no solamente sobre los órganos federales sino (como ya se habrá adivinado) sobre los factores locales.

 

Con cierta amplitud se ha venido discutiendo acerca de la racionabilidad que comportaría una eventual transformación de los regímenes presidencialistas latinoamericanos en sistemas de corte parlamentario. La discusión es interesante y es verdad que no se ha llegado a conclusiones plenamente satisfactorias en ninguno de los dos bandos que la abordan.[48] Sin necesidad de entrar al debate, podemos delinear algunas pautas generales que podrían transformarse en válidas estrategias jurídico-políticas de acción.

 

La propuesta de federalismo funcional pasa por consolidar a las fuerzas políticas locales, bien se trate de expresiones menores de las tendencias nacionales, bien de grupos estrictamente regionales que sostengan reivindicaciones y proyectos particulares. En tal estado de cosas los sujetos del consenso reformador se multiplican y la estrategia ha de buscar ser lo más abierta que se pueda. Algo que satisfaga a la mayor cantidad posible de intereses y que no caiga en el fetichismo reformista que transforma el texto literal buscando, con lujo de cinismo, su inoperancia en el terreno de las realidades.

 

Un elemental realismo político exige no aventurarse a intentar soluciones temerarias que, por exceso de candor, deriven en problemas mayores que aquellos que se pretende zanjar. Entender a la búsqueda de consenso en su sentido dinámico puede cimentar principios de solución más sólidos y eficaces. Así, el principio dispositivo ha permitido a las regiones españolas acceder a un cierto grado de autonomía siempre y cuando así lo deseen (al menos tal parece haber sido la intención del Constituyente de 1978). En este caso, el consenso dista mucho de agotarse en un instante fundacional único para extenderse en el tiempo: nada se impone, todo se decide por parte de los directamente interesados. Algo semejante podría ocurrir con el federalismo mexicano para conectarse, de paso, con la cuestión de la necesaria abolición de caciquismos y caudillajes. El artículo 116 de la Constitución mexicana impone a los Estados miembros de la Federación la obligación de organizarse bajo un régimen de corte republicano presidencialista, a imagen y semejanza del que rige a nivel federal. Con la peculiar preeminencia de los ejecutivos estatales, la organización local reproduce los rasgos caciquiles que priman a nivel central, con la característica especial de que los gobernadores locales, hasta hace poco tiempo miembros todos de una misma organización partidista nacional, han tendido a convertirse en subordinados del Ejecutivo de la Unión. En este, como en otros muchos casos, el presidencialismo mexicano ha alcanzado rasgos de auténtica patología.

 

Así es que caciquismo local, presidencialismo omnímodo y federalismo nominal son tres de las realidades con las que los políticos y los juristas mexicanos habrán de encararse a la hora de plantear una reforma al texto de Querétaro. De tales realidades, como de las otras que hallen y sepan interpretar, tendrán que derivar las soluciones normativas que consideren adecuadas y eficaces. Ninguna lo será si parte de la imposición, como hemos procurado demostrar. No alcanzará la necesaria adhesión ni entre las elites partidistas del centro ni entre las diversas fuerzas regionales. En cambio, ciertas reformas constitucionales podrían implicar a los factores políticos en la siempre precaria y continua construcción del consenso por el camino del acuerdo. Una propuesta práctica: reformar el artículo 116 para permitir que los Estados que así lo deseen se constituyan en regímenes parlamentarios de gobierno, a través del ejercicio de un derecho de disposición semejante al que existe para el caso de las autonomías españolas, sin perjuicio de que el gobierno federal conserve por el momento su corte presidencial.[49]

 

La propuesta no es novedosa siquiera. La Historia da cuenta de sistemas federales en los que han convivido no sólo estados miembros de carácter presidencial con otros de orden parlamentario, sino incluso pequeñas repúblicas con monarquías.[50] Sin mayor éxito, es cierto. Pero en el México actual la propuesta no deja de ser atractiva, en tanto que ofrece cauces novedosos al desarrollo institucional del proceso político y salida a problemas estructurales de ninguna manera desdeñables. Los estados más audaces o aquellos que consideren que su régimen democrático se halla en una fase más avanzada podrían atreverse, sin presión alguna, a ensayar la nueva forma de gobierno, generalmente más estable que la presidencial dado que permite la formación de gobiernos más duraderos y la consiguiente consolidación de los proyectos administrativos. Por su parte, los partidos políticos experimentarían, a no dudar, un importante aprendizaje en lo que se refiere a labores parlamentarias y de gobierno de tal forma que, con este parlamentarismo periférico y gradual, se conculcaría uno de los mayores peligros que los enemigos del establecimiento de regímenes parlamentarios en América Latina han señalado: la inexistencia de un régimen plural y consolidado de partidos políticos. En lugar de festejar o llorar lo ocurrido el dos de julio del año pasado, las izquierdas y las derechas mexicanas podrían ocuparse en tareas más constructivas como, por ejemplo, la comprensión de la dinámica parlamentaria como fórmula para el acuerdo y la estabilidad de los gobiernos. Con el tiempo, el federalismo mexicano podría transformar sus estructuras[51] y el principio dispositivo (principio que implica, como pocos, la disposición al diálogo tolerante y respetuoso) podría llegar a hacerse extensivo a la realidad de las regiones mexicanas, más auténtica que la de los frecuentemente artificiales estados federados y que, sin embargo (como ha denunciado el historiador Luis González y González) ha sido preterida en todos y cada uno de los textos fundamentales mexicanos. Piénsese por un momento en lo importante que resultaría para los municipios indígenas el poderse relacionar con otros municipios de su misma región y de características similares sin tener que preocuparse por la mediación de el o los gobiernos estatales en cuyas fronteras se encuentren ubicados por obra y gracia del voluntarismo estatal.

 

La propuesta aquí expuesta demuestra que nada en el Derecho Constitucional debe considerarse un compartimiento estanco. Lo que en principio parece afectar únicamente al ámbito de la descentralización del Estado produce efectos en el de la forma de gobierno de la República. Sucede como con la norma, la Política, la Ciencia y la Historia. Ninguna de ellas puede dejarse de lado si no quiere caerse en reduccionismos estériles que, tras de operar, llevan a la misma y secular desilusión. Tal vez haya llegado el momento de probar que el Estado moderno puede funcionar con cierta eficacia en zonas geográficas distintas de las tradicionales. Quizá no exista otra forma de probar la vocación universal del Derecho Constitucional.

 

 

 


 

 



* Agradecemos sinceramente la dirección y las apreciaciones críticas formuladas por la Dra. Ángela Figueruelo durante la elaboración de la presente investigación.

** Investigadores del Área de Derecho Constitucional en el Departamento de Derecho Público General de la Universidad de Salamanca.

[1] Fox, Vicente: "Discurso del Presidente de la República durante la ceremonia que encabezó con motivo del LXXXIV Aniversario de la Promulgación de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos". México, 5 de febrero de 2001. Pág. Nº 7

[2] Los datos estadísticos han sido extraídos de la investigación que, con el nombre de “La Constitución en la encrucijada de las reformas”, realizó Edgar Emeterio para la revista Vértigo. Análisis y pensamiento de México. Año I, No. 1, 25 de marzo de 2001. Págs. Nos. 34 y 35.

[3] Tal designación, que se corresponde con la de “Constituyente derivado” fue acuñada por el tratadista Felipe Tena Ramírez desde las primeras ediciones de su Derecho Constitucional Mexicano; actualmente se halla en un proceso de revisión por parte de la Suprema Corte de Justicia de la Nación que ha afirmado que “las entidades que intervienen en el proceso legislativo de una reforma constitucional, que en el ejercicio de sus atribuciones secuenciales integran el órgano revisor, son autoridades constituidas, en tanto que se ha determinado que tienen tal carácter las que dictan, promulgan, publican, ejecutan o tratan de ejecutar la ley o el acto reclamado”. Sentencia del Amparo promovido por Manuel Camacho Solís, 30 de agosto de 1996.

[4] No pensamos tampoco, siguiendo a Carl Schmitt (Teoría de la Constitución. Alianza Universidad Textos. Madrid: 1996) que el tema de la reforma de la Constitución sea el fundamental en la teoría de la misma.

[5] Cfr. Estudio citado en nota 1.

[6] Acudimos a la gráfica expresión de David A. Brading (Orbe Indiano. Fondo de Cultura Económica. México: 1998) que, si bien referida al Estado decimonónico, creemos aplicable también al México del siglo XX.

[7] En México, a pesar del sistema de partido único o hegemónico, el Presidente de la República en turno mostró siempre una considerable capacidad de autonomía al momento de formular su esquema gubernativo. Así, hallamos durante el siglo XX jefes de Estado pertenecientes a casi todas las categorías en que es posible dividir el espectro político, contando siempre con el apoyo incondicional de su partido, que en todos los casos era el mismo.

[8] Sobre la crisis que respecto al Estado ha representado el existencialismo que se deriva de una certero análisis de la realidad voluntarista moderna cfr. García-Pelayo, Manuel: Derecho constitucional comparado. Alianza Universidad Textos. Madrid: 2000).

[9] Vid. De Vega, Pedro: La Reforma Constitucional y la problemática del poder constituyente. Tecnos: Madrid, 1985.

[10] Véase el excelente trabajo del profesor Juan Luis Requejo Pagés: Las normas preconstitucionales y el mito del poder constituyente. Centro de Estudios Políticos y Constitucionales: Madrid, 1998. En este sentido el citado autor nos dice: "Con carácter general, los posibles límites al poder de reforma vienen dados por la Constitución misma objeto de revisión, por normas anteriores a ésta última y por normas postconstitucionales." Pág. No. 109.

[11] La expresión posee generalmente mala aceptación en el medio español, debido sin duda a que se la relaciona con la nomenclatura que, durante la dictadura del general Francisco Franco, se le dio a la asignatura que se ocupaba de las cuestiones del Estado en un marco carente de Constitución (cfr. Tomás y Valiente, Francisco: Constitución: escritos de introducción histórica. Marcial Pons. Madrid: 1996). Nosotros la empleamos no solamente por considerar que posee una raigambre mucho más antigua (hemos encontrado referencias a ella desde, por lo menos, los tiempos de la restauración canovista) sino porque nos parece útil al momento de dejar constancia de la innegable relación dialéctica que existe entre el Derecho Constitucional y la política, constancia que permite superar un normativismo exagerado que a fuerza de reduccionista deriva en inútil.

[12] Cfr. Kriele, Martín: Introducción a la Teoría del Estado. Gedisa. Buenos Aires: 1982. El diálogo resulta, en lo estrictamente jurídico, eficiente: “La reglas del procedimiento del parlamento garantizan que una modificación del derecho no se haga en forma espontánea, sino en un proceso dialéctico de confrontación de argumentos y contrargumentos. De ahí surge la probabilidad de que las modificaciones del derecho resulten en mejoras, y no en recaídas en la barbarie”. Ibid. p. 260.

[13] Cfr. Rosas, Alejandro: “Los derrotados” en  Reforma. México: 6 de febrero del 2001, p. 2C. Para el desarrollo constitucional mexicano, cfr. Galeana, Patricia (compiladora): México y sus constituciones. Fondo de Cultura Económica. México: 1999.

[14] Hemos consultado los siguientes testimonios: Sole Tura, Jordi: Nacionalidades y nacionalismos en España. Autonomías, federalismo, autodeterminación. Alianza editorial. Madrid: 1985 (el autor  fue el miembro de la Ponencia constitucional por el Partido Comunista); Morodo, Raúl: La transición política. Tecnos. Madrid: 1984; Aja, Eliseo: El Estado Autonómico. Federalismo y hechos diferenciales. Alianza editorial. Madrid: 1999.

[15] Deben ser señalados, al respecto, el “efecto Fox” que llevó a multitud de votantes del candidato presidencial a apoyar las listas de candidatos a legisladores de los partidos que brindaron su apoyo al actual presidente (Acción Nacional y Verde Ecologista), así como el “voto duro” que todavía favoreció al entonces gobernante Partido Revolucionario Institucional.

[16] Si aceptamos que el Derecho es algo más que coacción, tenemos que considerar la idea de que posee un componente de validez estrechamente vinculado al poder político, puesto que la norma jurídica busca cierta justificación que la haga aceptable frente a la mayoría de sus destinatarios. En este orden de ideas, el Derecho se justifica (y, por lo tanto, se hace aplicable) en la medida en que el poder político se justifique, es decir, en la medida en que se vincule efectivamente con la base social. Este proceso biunívoco bien puede caracterizarse como proceso de racionalización jurídica.

[17] Las siete Leyes Constitucionales de 1836 preveían ya un sistema de control de la constitucionalidad encargado a un Supremo Poder Conservador. En 1847 se introdujo, a nivel federal, la figura del juicio de Amparo como juicio de garantía constitucional, todo lo cual prueba que desde fechas relativamente tempranas México pudo sustraerse del politicismo ajurídico constitucional que caracterizaba por entonces a Europa.

[18] En la realidad mexicana (ajena a las buenas intenciones y a la letra de la ley), aplicando el concepto de decisión positivamente constitucional propuesto por Carl Schmitt en su obra ya citada, parece claro que la práctica constitucional se ha decantado por el príncipe como titular de la soberanía, en lugar de hacer radicar ésta en el pueblo.

[19] No hace mucho se hablaba así (y con justicia) del sistema político mexicano: “Un régimen presidencialista que recuerda más a las monarquías del antiguo régimen que a las repúblicas modernas, un país federal con un centralismo que envidiarían los países de mayor tradición jacobina, un régimen de derechas ultradominante que utiliza con tremendo desparpajo un radical vocabulario izquierdista, un sistema de partido único que se transforma en sistema de partido dominante pluralista, mediante regalo de escaños a diferentes partidos de la oposición”. Laboa, Juan María: “Las elecciones del primero de julio en Méjico”. Revista de Estudios Políticos (Nueva época). Madrid: Enero-febrero 1980. p. 223.

[20] Barreto, Luz Marina: “Despotismo e Ilustración”. En Filosofar sobre la Constituyente. Memorias del Seminario, marzo-julio 1999. Fondo Editorial Tropykos et al: Caracas, 1999. p.177.

[21] A la vez que implicaría olvidarse de un sano realismo de corte weberiano: “Toda lucha entre partidos persigue no sólo un fin objetivo, sino también y ante todo el control sobre la distribución de los cargos... En las antiguas colonias españolas, tanto con las ‘elecciones’ como con las llamadas ‘revoluciones’, de lo que se trata siempre es de los pesebres estatales, en los que los vencedores desean saciarse”. Max Weber. El político y el científico. Introducción de Raymond Aron. Alianza Editorial (El libro de bolsillo, sección Humanidades). Madrid: 1986. pp. 100-101.

[22] Diario de Sesiones de Cortes, 27-XI-1811 p. 2343 citado por Manuel Martínez Sospedra. La constitución de 1812 y el primer liberalismo español. Cátedra Fabrique Furio Ceriol. Facultad de Derecho. Valencia: 1978.

[23] De Vega, Pedro: Op. Cit. pág. 91.

[24] Véase Combellas, Ricardo: "Asamblea Constituyente. Estudio Jurídico-Político". En Folletos para la Discusión Nº 18, COPRE, 1992. p. 17. Al analizar la posibilidad de que sea el Jefe del Estado quien convoque a la Asamblea Nacional Constituyente, manifiesta el citado autor su preocupación: "Este caso tiene el peligro que puede conducir a formas plebiscitarias de claro tinte autoritario, dado que se conciba como medio de evadir los controles constitucionales en vigencia" (el destacado es nuestro).

[25] Esta justificación histórica se la pretendieron dar los seguidores del positivismo sociológico de principios del siglo XX, fundándose en una visión pesimista que condenaba a Hispanoamérica a mantener la cohesión social gracias a la figura del caudillo, sin la posibilidad real de desarrollar un complejo institucional, conforme con el Estado de Derecho; en Venezuela véase Vallenilla Lanz, Laureano: Cesarismo Democrático. Monte Ávila Editores: Caracas, 1993.

[26] Ver Gaceta Oficial de la República de Venezuela Nº 36,634 del 2 de febrero de 1999.

[27] Esta pregunta fue anulada por la Sala Político-Administrativa de la Corte Suprema de Venezuela en sentencia de 18-03-1999.

[28] Morelli Rico, Sandra: “El Proceso Constituyente Colombiano de 1991: Tensión entre Legalidad Formal y Democracia”. En Revista Política y Gobierno Vol. 1, Nº 1999. Pág Nº 99

[29] Seguimos en gran parte  la  clasificación de las instituciones en instituciones-personas e instituciones-cosas del insigne profesor Maurice Hariou: “La Theorie de L’Institution et de la fondarion” en Aux Scurces du Droit, Cahiers de la Nouvelle Journée. Nº 23. París, 1933.

 

 

 

[30] Morelli Rico, Sandra: Op cit. Pág Nº 132-133

[31] Zagrebelski, Gustavo: El Derecho Dúctil. Ley, derechos, justicia. Traducción de Marina Gascón y Epílogo de Gregorio Peces-Barba. Editorial Trotta. Madrid, 1.995. Pág Nº 133

[32] Carbonell, Miguel: Constitución, Reforma Constitucional y Fuentes del Derecho en México. Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM. México, 1998. Pág Nº 244

[33] Pace, Alessandro: “Muerte de una Constitución” en Revista Española de Derecho Constitucional. Año 19. Nº 57.  Septiembre-diciembre 1999. Traducción del italiano de Carlos Ortega Santiago. Pág Nº 273

[34] El artículo 4 de la Constitución  venezolana de 1961 rezaba así: “La soberanía reside en el pueblo, quien la ejerce, mediante el sufragio, por los órganos del Poder Público.” Y el Título X de la misma Carta Fundamental establecía los mecanismos de enmienda y reforma constitucional.

[35] Artículo 50 de la Constitución venezolana de 1961: “La enunciación de los derechos y garantías contenida en esta Constitución no debe entenderse como negación de otros que, siendo inherentes a la persona humana, no figuren expresamente en ella”.

[36] Pace, Alessandro: Op. Cit. Pág Nº 277

[37] Rafalli Arismendi, Juan: “El Reconocimiento Judicial del Proceso Constituyente y sus Reformas”. En  Revista Política y Gobierno Vol. 1, Nº 1.999. Pág Nº 27

[38] Vid. Combellasombellas, Ricardo: “El Proceso Constituyente venezolano” en Revista América Latina Hoy. Nº 21. Abril 1.999.  Pág Nº25

[39] Proyecto de Reforma General de la Constitución de 1961 con exposición de motivos. Comisión Bicameral para la Revisión de la Constitución. Caracas, marzo 1992. Pág. Nº 15. El destacado es nuestro.

[40] Caldera, Rafael: “Conferencia Inaugural en el tercer Congreso venezolano de Derecho Constitucional”. Universidad de Carabobo, Valencia, Noviembre de 1993. Pág. Nº 46

[41] Pace, Alessandro: Op. Cit. Pág Nº 280

[42] Todo sin perjuicio de que, en el texto definitivo que emane de la labor de la Asamblea Constituyente, se agraven los extremos necesarios para realizar convocatorias semejantes, a fin de brindar estabilidad a la nueva Constitución.

[43] En Venezuela, la Asamblea Nacional Constituyente intervino a todos los órganos del poder público, menos al Presidente Chávez, quien había puesto su cargo a su orden, pero que fue inmediatamente ratificado en el mismo. Bien dijo, el entonces miembro de la Asamblea Nacional Constituyente, Allan R. Brewer-Carías: “La Asamblea Nacional Constituyente, sin embargo, en mi criterio, ha actuado al margen de los límites que le impuso la voluntad popular al aprobar su Estatuto, particularmente el contenido de su artículo 1º; al aprobar el Decreto de Reorganización de los Poderes Públicos y al aprobar el Decreto de Reorganización del Poder Judicial, decisiones en las cuales invariablemente he dejado constancia de mi voto negativo razonado”. Ver Brewer-Carías, Allan: “Debate Constituyente” . Tomo I. Editorial Jurídica Venezolana. Caracas, 1.999. Pág. Nº 76

[44] Este es el típico límite “supraconstitucional” , pero piénsese en las consecuencias de  una Constitución, a cuyo tenor  se hiciese inviable el  Tratado de Libre Comercio suscrito con los Estados Unidos y con Canadá.

[45] Nadie concebiría en México instaurar una Monarquía, como si fue el caso de Brasil, donde a través de un referéndum se le consultó al pueblo tal posibilidad, pero con la diferencia de que en este país sí existió una experiencia monárquica efectiva con la Casa Braganza.

[46] Carbonell, Miguel: Op. Cit. Pág. Nº 268

[47] Caldera, Rafael: “Enmiendas y Reformas a la Constitución” en Homenaje a Manuel García-Pelayo. Tomo I. UCV. Caracas, 1.980. Pág. Nº 113

[48] También es verdad que la discusión sociológica que subyace detrás de este importante tema (y que responde a un cuestionamiento simple: ¿qué hacemos con el caudillo?) no se analiza con la frecuencia y profundidad que serían deseables, acaso por purismos normativo-metodológicos que poco ayudan a la comprensión cabal del problema.

[49] Corte presidencial cuyo acotamiento en la norma y en la praxis urge se plantee con seriedad. Pero ello sería motivo de otro tipo de propuestas, también abarcables, desde luego, en el amplio espectro de una reforma “integral”.

[50] García-Pelayo, Manuel. Op. Cit. pp. 219 y 238, con especial referencias a los casos de la India y del II Reich alemán.

[51] Convertirse, verbigracia, en un federalismo de ejecución con un corte más bien germánico, modelo que parece más lógico que el del dualismo anglosajón (imitado desde 1824) en un país en el que los Códigos civiles y penales de los Estados miembros de la Federación responden casi siempre al mismo patrón que, de ordinario, es el del Código correspondiente a la capital de la República.